Concilio Vaticano II
Constitución sobre la Iglesia “Lumen Gentium”, § 63,65
La Virgen Santísima, por el don y la
prerrogativa de la maternidad divina, que la une con el Hijo Redentor, y por
sus gracias y dones singulares, está también íntimamente unida con la Iglesia.
La Madre de Dios es tipo de la Iglesia en el orden de la fe, de la
caridad y de la unión perfecta con Cristo. Pues en el misterio de la
Iglesia, que con razón es llamada también madre y virgen, precedió la Santísima
Virgen, presentándose de forma eminente y singular como modelo tanto
de la virgen como de la madre. Creyendo y obedeciendo, engendró en la tierra al
mismo Hijo del Padre, y sin conocer varón, cubierta con la sombra del Espíritu
Santo, como una nueva Eva, que presta su fe exenta de toda duda, no a la
antigua serpiente, sino al mensajero de Dios. Dio a luz al Hijo, a quien Dios
constituyó “primogénito entre muchos hermanos” (Rm 8,29), esto es, los fieles,
a cuya generación y educación coopera con amor materno…
Mientras la Iglesia ha alcanzado en
la Santísima Virgen la perfección, en virtud de la cual no tiene “mancha ni
arruga” (Ef 5,27), los fieles luchan todavía por crecer en santidad, venciendo
enteramente al pecado, y por eso levantan sus ojos a María, que resplandece
como modelo de virtudes para toda la comunidad de elegidos. La Iglesia,
meditando piadosamente sobre ella y contemplándola a la luz del Verbo hecho
hombre, llena de reverencia, entra más a fondo en el soberano misterio de la
encarnación y se asemeja cada día más a su Esposo. Pues María, que por su
íntima participación en el misterio de la salvación reúne en sí y refleja en
cierto modo las supremas verdades de la fe, cuando es anunciada y venerada,
atrae a los creyentes a su Hijo, a su sacrificio y al amor del Padre. La
Iglesia, a su vez, glorificando a Cristo, se hace más semejante a su excelso
Modelo, progresando continuamente en la fe, en la esperanza y en la caridad, y
buscando y obedeciendo en todo a la voluntad divina.
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