jueves, 16 de marzo de 2023

La Inmaculada los envió a testificar

                        La renovación del lienzo, misterio chiquinquireño. Foto J.R.C.R.
 


 

Por Julio Ricardo Castaño Rueda

Sociedad Mariológica Colombiana

 

“¡La gloria del Señor brilla sobre ti” (Is 60,1)

 

María Santísima anunció la luz de Cristo a Chiquinquirá, el pueblo que estaba en tinieblas.

El milagro quedó escrito con las tintas renovadas de una pintura elaborada por el platero andaluz, Alonso de Narváez, radicado en Tunja. La tela, abandonada y deteriorada, inundó con sus fulgores la capilla de los aposentos de doña Catalina García de Irlos. El lienzo, como la zarza que sorprendió a Moisés, no se consumía (Cf. Ex 3, 2) y permaneció en ese estado de luminiscencia durante un día.

El esplendor, restaurador de los colores, invitó a la propagación de la doctrina de la Iglesia católica. La raza muisca, absorta y recelosa, comprendió la dimensión mística del fenómeno que inundó con su incandescencia el oratorio de María Ramos, rincón iluminado por la gracia santificante del Espíritu Santo.

Las mujeres se postraron para orar agradecidas y la dinámica del suceso se lanzó a los cuatro vientos neogranadinos. El movimiento se desató en el cuarto de los aperos. Los mozos ensillaron al zaino berberisco. El mayordomo galopó con destino a Suta para buscar al padre Juan de Figueredo, el pastor de la comarca.

La peonada indígena organizó a sus chasquis que partieron bajo el impulso de la celeste noticia. Los atajos y trochas de las aldeas vecinas como Tinjacá, Ráquira y Susa fueron notificadas de lo acontecido por las ansias comunicativas de los pregoneros.

Los ecos de la catequesis del cura de almas sonaban electrizantes en aquellas conciencias reacias a los pasajes de la Escritura. La circunstancia de la revelación ejerció una trasformación radical y urgente.

La realidad del prodigio, preces femeninas y la algarabía de los jornaleros, se juntó a la partida misionera y les recordó: Así nos lo ha mandado el Señor: ‘Te he puesto por luz para las naciones, a fin de que lleves mi salvación hasta los confines de la tierra’   ”. (He 13,47). La fe y el totemismo se enfrentaron.

Las sombras de la idolatría a Huitaca cayeron vencidas por el destello misericordioso del Salvador. El año de 1586 encendió el vértigo de los promeseros. Ellos llegaron al atardecer de aquel 26 de diciembre y sus pasos se marcharon sobre los agitados ritmos de los siglos seculares. La fecha late en el corazón del retorno, tiempo de romería.

Los indígenas olleros, en tumulto de súplica, reclamaron el sacramento del bautismo, herencia primera de un portento que entró en la cosmogonía de una nación urgida del misterio divino. Las conversiones masivas a la vivencia del credo resultaron contundentes dentro del rigor ancestral del cacicazgo.

La palabra viva forjó el surco para los cimientos de la edificación mestiza de una capilla. Los aborígenes arquitectos levantaron el primer templo para albergar a María Santísima. La obra fue un humilde gesto de vasallaje a Nuestra Señora del Rosario. Ella aceptó gustosa aquel toponímico del grupo lingüístico chibcha: Xequenquirá. Vocablo cuya semántica estableció un significado perenne: “pueblo de sacerdotes”. La ermita guardó el Santísimo, ofrenda incruenta de la santa misa.

Y así, la bendición de Dios trasformó a la Villa de los Milagros en el jardín de la Rosa del Cielo. La Colombia, humilde y heroica, riega ese vergel con sus convicciones de mártir por el Evangelio.


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