Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana
“¡La gloria del Señor brilla sobre ti” (Is 60,1)
María Santísima anunció la luz de Cristo a Chiquinquirá, el pueblo que
estaba en tinieblas.
El milagro quedó escrito con las tintas renovadas de una pintura elaborada
por el platero andaluz, Alonso de Narváez, radicado en Tunja. La tela,
abandonada y deteriorada, inundó con sus fulgores la capilla de los aposentos
de doña Catalina García de Irlos. El lienzo, como la zarza que sorprendió a
Moisés, no se consumía (Cf. Ex 3, 2) y permaneció en ese estado de
luminiscencia durante un día.
El esplendor, restaurador de los colores, invitó a la propagación de la
doctrina de la Iglesia católica. La raza muisca, absorta y recelosa, comprendió
la dimensión mística del fenómeno que inundó con su incandescencia el oratorio
de María Ramos, rincón iluminado por la gracia santificante del Espíritu Santo.
Las mujeres se postraron para orar agradecidas y la dinámica del suceso se
lanzó a los cuatro vientos neogranadinos. El movimiento se desató en el cuarto
de los aperos. Los mozos ensillaron al zaino berberisco. El mayordomo galopó con
destino a Suta para buscar al padre Juan de Figueredo, el pastor de la comarca.
La peonada indígena organizó a sus chasquis que partieron bajo el impulso
de la celeste noticia. Los atajos y trochas de las aldeas vecinas como Tinjacá,
Ráquira y Susa fueron notificadas de lo acontecido por las ansias comunicativas
de los pregoneros.
Los ecos de la catequesis del cura de almas sonaban electrizantes en
aquellas conciencias reacias a los pasajes de la Escritura. La circunstancia de
la revelación ejerció una trasformación radical y urgente.
La realidad del prodigio, preces femeninas y la algarabía de los jornaleros,
se juntó a la partida misionera y les recordó: “Así nos lo ha
mandado el Señor: ‘Te he puesto por luz para las naciones, a fin de que lleves
mi salvación hasta los confines de la tierra’ ”. (He
13,47). La fe y el totemismo se enfrentaron.
Las sombras de la idolatría a Huitaca cayeron vencidas por el destello
misericordioso del Salvador. El año de 1586 encendió el vértigo de los
promeseros. Ellos llegaron al atardecer de aquel 26 de diciembre y sus pasos se
marcharon sobre los agitados ritmos de los siglos seculares. La fecha late en
el corazón del retorno, tiempo de romería.
Los indígenas olleros, en tumulto de súplica, reclamaron el sacramento del
bautismo, herencia primera de un portento que entró en la cosmogonía de una nación
urgida del misterio divino. Las conversiones masivas a la vivencia del credo
resultaron contundentes dentro del rigor ancestral del cacicazgo.
La palabra viva forjó el surco para los cimientos de la edificación mestiza
de una capilla. Los aborígenes arquitectos levantaron el primer templo para
albergar a María Santísima. La obra fue un humilde gesto de vasallaje a Nuestra
Señora del Rosario. Ella aceptó gustosa aquel toponímico del grupo lingüístico
chibcha: Xequenquirá. Vocablo cuya
semántica estableció un significado perenne: “pueblo de sacerdotes”. La ermita
guardó el Santísimo, ofrenda incruenta de la santa misa.
Y así, la bendición de Dios trasformó a la Villa de los Milagros en el jardín
de la Rosa del Cielo. La Colombia, humilde y heroica, riega ese vergel con sus
convicciones de mártir por el Evangelio.
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