Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana
“Rechaza, en cambio, las fábulas
profanas y los cuentos de viejas. Ejercítate en la piedad”. (1Tim 4,7).
La Virgen del Campo es una
advocación bogotana archivada en la memoria de la capital. Su bagaje mariológico
lo compone una serie de procesos documentados, tradición y cultura.
Su participación en las costumbres
de un pueblo recién bautizado marcó el derrotero de la construcción de su esencia
didáctica. El peso argumental de los milagros y sus testimonios, quehacer
misericordioso del Altisimo, motivó el asombro intelectual.
La enjertación de Dios, Trino y
Uno, en la formación teológica de una naciente sociedad católica invitó a la
evolución del neuma hacia el magnífico logro de buscar la verdad sin la
fragilidad de la opinión.
Así, la evidencia del portento
original perduró por un espacio superior a las cuatro centurias. Allí, en esa resolución de ciclos y personas,
se trazó una línea de tiempo cuya lectura crítica puede ser estudiada por los
ojos de la fe o sin ellos, ceguera del relativismo.
La realidad contundente, exacta y
veraz, del prodigio fue examinada por las disciplinas liberales de la
incredulidad y el interrogante. El veredicto, solución y sentencia, anotó: era
la voluntad del Creador.
La potestad del Verbo, el logos,
en sus variados matices semánticos estableció una relación intrínseca con la
belleza del Ser. “El hágase” se tradujo en la gestación de la vida inmortal
sobre la nada.
En síntesis, la estatua del
templo de San Diego es la representación tangible de un principio metafísico,
la bondad de Nuestro Salvador. Cualidad donde no caben los ídolos, objetos de
culto degradados por su condición abominable.
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