jueves, 28 de junio de 2012

Los Santos y María 2


San Gabriel de la Dolorosa

San Gabriel se portó constantemente como siervo enamorado de María, consumiendo toda su vida en amarla y ensalzarla. Cual la aguja imanada de la brújula busca siempre el norte, así el corazón de Gabriel buscaba a María, sin que jamás la pudiera olvidar. Aun durmiendo, soñaba frecuentemente en María. El tema preferido de sus conversaciones era María; se expresaba con tal énfasis, que sus palabras parecían carbones encendidos que, saltando de la fragua de su pecho, caldeaban los corazones de sus oyentes.

Repetía a menudo: “Si en el desempeño de nuestras obligaciones nos sobraren dos o tres minutos, ¿cómo emplearlos mejor que acompañando a María en el Calvario? No nos olvidemos de sus dolores, compadezcámosla, y Ella también tendrá compasión de nosotros en la hora de nuestra muerte, endulzándonosla, si fuere conveniente, con su presencia real, y haciendo, si esto redundare a mayor gloria de Dios, y provecho de nuestra alma, que no nos torturen los estertores de la agonía”.


San Buenaventura

¿Imaginas tú cuan atormentado fue Jesús de la compasión de su Madre Santísima, sabiendo perfectamente qué espada de dolor atravesaba su corazón tiernísimo de madre? La compasión de la madre acrecentó la pasión de las llagas. Veíala con el corazón destrozado, las manos entrelazadas, bañados los ojos en un torrente de lágrimas, el rostro contraído, la voz lastimera, de pie junto a la cruz haciéndole compañía con varonil esfuerzo. ¡Cuántas veces, cubierta la cabeza por virginal vergüenza y por la vehemencia del dolor, exhalaría hondos gemidos, llorando al Hijo y exclamando: Jesús, hijo mío Jesús ¡quién me diera morir contigo y por Ti, hijo mío, dulcísimo Jesús! ¡Cuántas veces habrá levantado y fijado sus ojos purísimos en aquellas crudelísimas llagas, si por ventura cesó de mirarlas un punto, o si acaso pudo verlas alguna vez por la grande copia de lágrimas! ¿Quién duda que pudiera desfallecer en fuerza del inmenso dolor íntimo? Aún me maravillo que no muriese. ¡Ah! muere viva, porque, viviendo, sufre dolores más atroces que la misma muerte.


Santo Toribio

Cierto día, Juvenal, Patriarca de Jerusalén, llamó a Toribio. El Patriarca deseaba enviar de Jerusalén a Constantinopla, para la emperatriz Pulqueria, algún obsequio, en gracia a tantas mercedes como la iglesia jerosimilitana había recibido de la santa Emperatriz.

“¿Y qué presente —pregunta Juvenal a Toribio— os parecería más adecuado para tal empresa?”

“Nada mejor —contesta el peregrino, tras meditar un momento— que alguna de las reliquias de la Pasión del Señor que conserváis en el tesoro que custodio; nada mejor, para la piedad femenina de Pulqueria, que nuestra vera efigie de la Virgen María debida al pincel de san Lucas”.

Y fue Toribio mismo quien, pocos días después, se hizo a la vela por el mar Negro, camino de Constantinopla.

Y quien, unas semanas después, se inclinaba ante la emperatriz, haciéndole entrega de la santa reliquia.

Era en una sala del palacio imperial, de aquel palacio que Constantino colgó sobre el misterio del Bósforo; Pulqueria, cayendo de hinojos ante el cuadro, cruzadas las manos, se hundió en fervorosa oración… Era muy fina, en su ingenuidad, aquella pintura de san Lucas. La Virgen, de medio cuerpo, en oro y azul, cubría su cabeza con ceñido velo a la romana. Sentaba al Niño sobre el brazo izquierdo; cogía su mano. El Niño, a su vez, reclinaba su cabeza sobre la Madre; llevaba suelta y pendiente del pie su sandalia derecha. Dos ángeles, uno a cada lado de la cabeza de la Virgen, bajaban precipitadamente del cielo.

Pulqueria rindió, desde el primer momento, toda la liturgia y el culto marianos a aquella efigie de la Virgen María. Pronto la gran Hedoguetria de Constantinopla —como desde entonces se nombró a la estampa de san Lucas— corrió en mil copias por todo el Oriente. Y tan emotivo era el cuadro, que bastó una de estas copias —la llamada Nuestra Señora del Perpetuo Socorro que se conserva en Roma— para arrebatar de fervores, pasado el tiempo; a san Alfonso María de Ligorio.


San Francisco de Sales

De su devoción tierna a Jesucristo manaba, como el arroyo de la fuente y como la consecuencia de su principio, la devoción a María; y así entendía que el amor de la Madre es inseparable del amor del Hijo; que aquel que faltaba en lo que se debe a Cristo, no honra a esta Señora; que cuanto más se ama a Jesucristo, más se debe amar a la que nos le ha dado, a la que Él ha amado tanto, y cuya gloria es la suya propia, ya que de Él saca toda su grandeza, y por último, que María, por su título de Madre de Jesucristo, nuestro soberano Padre, también es Madre nuestra, y pues Dios ha venido a nosotros por ella, el mismo Dios desea que por ella vayamos a Él. Conforme a esta doctrina, el santo Obispo tenía a María una devoción particular, un amor tierno, una confianza filial. “Siempre que entro, decía, en algún lugar consagrado a esta augusta Reina, un estremecimiento de mi corazón me hace conocer que estoy en la casa de mi Madre, pues que hijo soy sin duda de aquella que es refugio de los pecadores”.

Hizo voto de rezar el Rosario todos los días de su vida; práctica que observó con grande piedad, tanta, que empleaba en ella una hora entera, acompañando este rezo con la meditación de los misterios del Rosario y con tanta exactitud, que cuando sus negocios le quitaban tiempo para hacerlo durante el día, ponía su rosario en el brazo para acordarse de rezarlo antes de acostarse. Por avanzada que estuviese la noche, y aunque él estuviera muy cansado, no quitaba nada a la oración consagrada a María.

San Vicente Ferrer

Un día, se le presenta un falso ermitaño, con su luenga barba, la estameña y la soga de los padres del Yermo.

“Sois demasiado joven para velar, buen hermano Vicente. Convendría que os moderaseis en vuestras mortificaciones corporales. El orgullo no es ajeno a ellas”.

La excesiva prudencia de estos consejos, la insistencia que el ermitaño muestra, se le hacen sospechosas al monje; a la astucia se le ven los hilvanes.

Entonces el diablo cambia de táctica. Se convierte en lo más feo y lo más salvaje que puede. Bajo el aspecto de un negro abisinio se lanza sobre él, puño en ristre y le amenaza con una guerra implacable. El hermano Vicente se atemoriza y se refugia a los pies de la Virgen. Y he aquí que la estatua se anima, le habla, le conforta. El diablo queda burlado.


San Camilo de Lelis

No era raro que por la tarde, vencido del cansancio, se quedase dormido rezando y se encontrase por la mañana siempre de rodillas con el rosario en la mano, aunque aterido de frío.

El quería a María en toda la expresión de la palabra, como a su Madre, y el amor recíproco de ambos era de una belleza inefable. Todo lo esperaba de María, y lo obtenía todo…

La profesión quedó finalmente fijada para el ocho de diciembre. La Santísima Virgen mostró patentemente cómo quería Ella misma presentar a Dios aquel holocausto. La Reina de los Mártires, la Madre de los Dolores, aquella que fue asociada como nadie a la Pasión de Cristo, y sostuvo entre sus brazos su cuerpo exangüe y cubierto de llagas, debía en forma absoluta ser la Madre, la inspiradora, el modelo perenne de los ministros de los enfermos.

En septiembre de 1604, recién vuelto de Nápoles llegó a saber que habían arribado al puerto muchas galeras, a bordo de las cuales sufrían muchísimo gran número de condenados. El mismo fue en persona a proporcionarles las bendiciones de Dios, completando la obra de caridad con hermosos consejos, y regalando a cada uno un rosario exhortándoles a que se encomendaran a la Santísima Virgen

San Camilo encargó al padre Mancini le hiciera pintar para él un cuadro que compendiara todos sus sentimientos a fin de que, viéndolo siempre, de día y de noche, le sirviese para acrecentar siempre más su confianza. Quería él un crucificado, teniendo a la derecha de la cruz a la Santísima Virgen, Madre de Misericordia, en actitud de interceder por él; a la izquierda, al arcángel san Miguel, vencedor del infierno.

El cuadro fue ejecutado, pero el padre Mancini añadió una cosa. Postrado a los pies de la cruz, en actitud de gran confianza, colocó al mismo Camilo, como esperando ser regado con la sangre de Jesús que le presentaba la Santísima Virgen, e hizo brotar de labios del Santo estas palabras: “Parce famulo tuo quem pretioso sanguine redemisti”.

Al ver el cuadro, exclamó Camilo: “Señor, vos sabéis que no ha sido esta mi intención; pero ya que así lo habéis dispuesto, esto es señal de que tanto más debo esperar usaréis conmigo de misericordia”. Saludó una por una todas las figuras que estaban representadas en el cuadro, y dirigiéndose a la Virgen, le rogó: “Madre mía Santísima, alcanzadme de vuestro Hijo la gracia de sufrir todo mal, de buena gana, y, si esto no basta, enviadme también otros mayores.

Tomado de la revista Regina Mundi

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