jueves, 13 de septiembre de 2012

María, la omnipotencia suplicante

El pueblo católico, por lo general, no se hace pensamientos sobre el modo y la posibilidad de cómo miles y miles de súplicas, dirigidas desde todos los rincones de esta tierra a la Santísima Virgen en los cielos, pueden ser atendidas con cariño maternal y verdadera efectividad por parte de Ella. Esta verdad consoladora, la gente sencilla y aún católica de cierta cultura religiosa la “creen” simplemente, es decir, la aceptan con fe ciega, porque así la Iglesia la predica y propone. El que muchas de estas súplicas no sean oídas o cumplidas, nunca se achaca a una incapacidad de la Virgen de atender a todos sus hijos, sino los cristianos, con admirable resignación, se consuelan con que Dios no lo quiso o no lo permitió. En todo caso, la gloria de la Virgen nunca sufre menoscabo por tales casos negativos, sino la expresión del Memorare sigue en pie firme en el sentido de que nunca jamás se ha oído que la Virgen no hubiera atendido alguna súplica de los mortales.

El hombre de poca fe, al contrario, el meticuloso o el incrédulo se preguntan con serias dudas acerca de la posibilidad y del modo como la Virgen pueda oír tantas súplicas a la misma hora. Como sus opiniones no tienen por punto de salida una fe ciega, sino se apoyan en un intelecto limitado, rebelde y abandonado a sí mismo sin que goce de las luces de la fe, ellos tratan a lo mejor explicarse el problema con analogías naturales y llegan a creer que a la Virgen le deben “zumbar los oídos” de tantas peticiones y que debe sentir afanes indecibles en su corazón para atender miles de asuntos en el mismo momento. Como quien pensara en el famoso César, capaz, según se relata, de dictar a la vez a seis secretarios cartas importantísimas, o como quien pensara en una madre antioqueña que, aunque con confusión y cansancio, alcanza a atender con cariño maternal a quince o veinte hijos a la vez, o quien otro pensara en aquellos famosos ajedrecistas quienes a la vez pueden atender a ciegas hasta 40 partidas del juego real, perdiendo sólo una o pocas partidas, mientras ganan todas las demás por medio de esta asombrosa facultad de memoria y concentración. Es claro que de las habilidades del puro campo natural no llegamos nunca a una perfecta comprensión del problema, porque éste pertenece al mundo sobrenatural y no admite analogías de tanta imperfección de las puras esferas naturales.

Exponemos, con criterio humilde y creyente, para mayor gloria de Dios, como autor de estas maravillas, y de la Virgen, objeto de tales predilecciones del Eterno Padre, la doctrina católica que da el fondo preciso para una fe perfecta y una comprensión, en la medida de lo posible, de esta verdad consoladora de que cada uno de los mortales con fundada confianza puede dirigirse a la Santísima Virgen en los cielos, como si, fuera de él, nadie más le hablara en ese momento y como si la Virgen lo atendiera a él solo como en “audiencia privada”, con maternal ternura y efectividad.
I

Conocer las inquietudes y angustias de los mortales se logra en este mundo por medio de un acto cognoscitivo. Este acto lo realiza el hombre en esta vida por medio de las impresiones (imágenes impresas) que reciben sus sentidos desde los objetos exteriores, y por la elaboración de conceptos generales y espirituales en su capacidad intelectual. En un caso concreto, un padre de familia se da cuenta del llanto de sus hijos, de las causas y del significado de éste, por medio de sus sentidos (ojo, oído, etc.), y con base en estas percepciones, usando material anteriormente adquirido y almacenado en la memoria, usando de su fantasía explicativa y coordinando finalmente esfuerzos de su voluntad paternal con los resultados de sus pensamientos, busca el remedio para el dolor de sus hijos. Este proceso, a pesar de que en la práctica se realiza con una velocidad asombrosa, es en el fondo, a causa de los diversos factores que en él intervienen, bastante complicado. Sobre todo es un proceso “mediato” en que intervienen imágenes tomadas por los sentidos humanos de los objetos y la abstracción como trabajo intelectual del hombre, de modo que a la vez es un proceso “abstractico” (y en la mayoría de los casos, no intuitivo). Como la fuerza humana para la realización de tales trabajos es bastante reducida, sobre todo en el aspecto de una posible simultaneidad, el hombre, por lo general no es capaz de ejecutar varios de estos actos sobre distintos tópicos, en un solo momento. Los ejemplos de capacidad humana simultánea, anteriormente citados, (madre antioqueña, ajedrecistas) son realmente cumbres de excepción, fruto a veces de larga práctica y ejercicios. En el fondo, el hombre no atiende bien sino un solo asunto en un mismo momento; impresiones accidentales, no intencionadas (distracciones) suelen tener por efecto el de reducir el resultado en la acción principal y traer, por lo tanto, errores. Este modo de conocer, lo emplea el hombre en esta tierra frente a todos los objetos; hasta la misma realidad de Dios la conocemos, si no es por medio de la fe, por medio del mismo sistema cognoscitivo. Nos valemos para tal conocimiento, como lo dice el apóstol san Pablo y el prefacio de la Navidad, de impresiones sensitivas procedentes de las obras y criaturas de Dios; sobre ellas trabajamos con abstracción y conclusión lógica, de un modo mediato y no inmediato, abstracto y no intuitivo.

Estos límites del conocimiento natural no se destruyen por la influencia de la gracia sobrenatural en los cristianos. Gratia supponit naturam. Adhiriéndose a lo espiritual del hombre, en sus más íntimas entrañas del alma, la gracia influye como santificante en la elevación de todos los actos humanos a una esfera de vida sobrenatural, de merecimiento valedero para la eternidad, y como gracia actual en la estimulación de los mismos actos en dirección a la gracia santificante duradera y como preparación para su recepción. Aún en posesión de la gracia santificante, el hombre conoce y quiere, por lo general (en la alta mística hay fenómenos distintos), como antes; sus funciones naturales no se alteran en su desarrollo, sino sólo en su valor meritorio. Es cierto que por voluntad de Dios ha habido santos que vencieron las barreras del tiempo y del lugar, que vieron en los ratos de éxtasis cosas que el ojo humano natural no puede descubrir ni su boca expresar. Pero, fuera de tales casos excepcionales, la gracia santificante procede conforme a las leyes naturales, ya que se vale de instrumento del intelecto humano no violado.

Cosa muy distinta sucede una vez que la criatura entre en la luz de la eterna gloria. El hombre es llamado para ver después de esta vida a su Dios de una manera distinta, inmediata, tal como Dios se ve a sí mismo, y a gozar en esa visión beatífica de la eterna hermosura, perfección y felicidad divinas. Esta visión beatífica es la forma más sublime de conocer la realidad suprema de Dios y con ella se llena la capacidad cognoscitiva de la criatura humana. Como a la vez produce el amor más encendido en las criaturas, la visión beatífica significa al mismo tiempo la bienaventuranza más completa de que la criatura humana es capaz y la deifica, por decirlo así, en la forma y grado más altos por medio de semejanzas infundidas en el alma.

Esta visión se realizará sin intervención alguna del ojo sensual del hombre, porque Dios es espíritu puro y simple. Mas a pesar de que la visión beatífica representa la forma más sublime del conocimiento de Dios para la criatura humana, no la lleva a una comprensión absolutamente perfecta y completa, simplemente porque para ello sólo el espíritu divino mismo es capacitado.

Tiene esta visión además carácter enteramente sobrenatural, lo que quiere decir que para ninguna criatura de Dios sería posible (ni mucho menos debida) si tal criatura, ángel, u hombre, no fuera dispuesta para ella por una capacidad nueva, capacidad que el alma recibe precisamente en el acto de su beatificación, de su entrada en la luz de la gloria eterna. Entre el ojo espiritual del hombre y la incomprensibilidad para él de su Ser divino, inmaterial y simple, existe una aún mayor distancia como la que existe entre el ojo sensible del hombre en esta tierra y algo espiritual, como por ejemplo su propia alma. El hombre, con su ojo u oído o tacto natural, sensible, no puede ver lo que es espiritual; mucho menos podrá ver su ojo espiritual a Dios como esse subsistens. Mas como entre el espíritu del hombre y el Dios increado, existe por lo menos cierta “semejanza” u homogeneidad, ya que el hombre fue creado a la imagen de Dios, el espíritu humano sí es capaz de recibir, cuando se le infunden nuevas gracias espirituales, nuevas fuerzas y capacidades que lo exalten en una forma tal que resulte capaz, por tal regalo y bajo la luz de gloria, como suelen llamarla, de mirar a Dios de una nueva manera, intuitiva esta vez (ya no abstractiva), clara esta vez (ya no oscura), distinta esta vez (ya no confusa) y finalmente inmediata esta vez (ya no mediata como aquí en la tierra). El efecto de esta infundida “luz de la gloria” es doble, primero, ella asemeja el intelecto y conocimiento humanos al divino, lo “deifica”, lo hace más simple y fino, y segundo, ella establece entre la capacidad cognoscitiva del hombre y su nuevo objeto directo, Dios, una relación parecida a la que existe entre el mismo intelecto divino y la esencia divina. Es decir, el nuevo objeto cognoscitivo estará íntimamente presente en la misma capacidad cognoscitiva del hombre y ya no viene desde afuera, como en esta tierra donde todos los conocimientos humanos empezaron desde afuera del intelecto, venciendo distancias desde el objeto hasta el intelecto humano, en calidad de “imágenes transmitidas”, expresión de las filosofías más antiguas y no superadas o refutadas en las épocas modernas, ni aún en una época que conoció la maravilla de la televisión. En el cielo, ninguna imagen impresa del objeto divino, de Dios, será como un puente para el conocimiento humano frente a su objeto que será conocido, hace bienaventurado y enciende en amor abrasador, sino la misma substancia divina fructifica e informa al intelecto humano, elevado y beatificado por la gracia nueva de la luz de la gloria.


II

Conforme al dogma, los bienaventurados ven al Dios uno y trino, tal como es en sí mismo, y tal como por lo tanto, Él se ve a sí mismo, es decir con su divina esencia, sus divinas perfecciones, las procesiones dentro de la Santísima Trinidad, porque en Dios no existe ninguna diferencia real y formal entre esencia, cualidades y personas. Esta visión representa el objeto primario de la felicidad de las criaturas una vez que se hayan unido eternamente con Él en el cielo.

Pero con esta visión se conectan otros objetos que los teólogos llaman secundarios de la visión beatífica y que los bienaventurados ven dentro de la esencia misma de Dios, dentro del Logos divino, por medio de las especias adquiridas en esta vida por los hombres y actualizadas por Dios en la vida eterna o por nuevas especies infundidas en el alma para tal fin cognoscitivo. Los beatos, en primer lugar, conocen a Dios como modelo y ejemplo de un sinnúmero de creaturas “posibles”.

Creen los teólogos que estos conocimientos sean distintos en los diversos hombres y que unos conocen unas, otros otras cosas posibles en concreto, de modo que su felicidad, siendo distinta según sus méritos adquiridos en su vida terrenal, es distintamente rica en tales conocimientos secundarios.

En cuanto a las cosas, no posibles, sino “reales”, dicen los teólogos de modo uniforme que sólo el alma humana de Cristo tiene un conocimiento ilimitado de todas las cosas reales del pasado, presente y futuro. A los demás beatos les es propio un grado distinto y una cantidad diversa de tales conocimientos secundarios de cosas reales. Como razón de tal diferencia indican ellos derechos distintos e intereses justos que hagan o no hagan convenientes para ellos tales conocimientos. Ven, en Dios, de las cosas reales los misterios de la fe, en este mundo todavía envueltos en oscuridades; la economía divina de gracias tantas veces incomprensible en esta tierra; la relación entre uno y otro de los principales misterios de la fe, su belleza y verdad; y a la vez contemplan al Hijo Divino y a su bendita Madre. Comprenden, tardíamente, la eficacia y los misterios de la gracia divina en el desarrollo de su propia vida terrenal, la abundancia del amor divino sobre sus destinos, como también las penas de los condenados, en mayor o menor escala de conocimientos, según las justas conveniencias de tal saber.

Finalmente, dentro del espejo de la esencia divina, los beatos ven, en un reflejo enormemente amplio, el mundo actual, todas las criaturas de Dios desde las más sencillas hasta las más nobles, desde la realidad del cielo y de sus habitantes, los astros y mundos enteros hasta la tierra con los hombres en sus carreras naturales y sobrenaturales, virtuosas o viciosas y la mano de la Divina Providencia sobre ellos.

Como último objeto secundario, percibido por los beatos en el espejo de la esencia divina, los teólogos indican la veneración que se les tributa por parte de los cristianos miembros de las iglesias militante y purgante.

Nosotros escasamente somos capaces de hacernos una idea en nuestra mente que raciocina y comprende paso por paso los objetos propuestos, de la multitud y a la vez simplicidad de los conocimientos otorgados a los beatos dentro de aquella visión beatífica que tienen del Dios inmaterial y simple. Nos imaginamos que ellos vean tantos objetos en la misma forma que nosotros en la tierra, dando vuelta hacia este o aquel objeto para tomarlo mejor en observación, mientras en verdad ellos ven todo el conjunto sin perturbación alguna en el espejo de la esencia divina, como si uno viera toda una inmensa escena de un teatro mundial reducida en una reproducción que se alcanza a abarcar con una sola mirada. Dentro de esta visión beatífica, todo lo que en nuestros conocimientos terrenales parecía cualidad distinta como color, sonido, olor, lenguaje, palabra, suspiro, llanto, lágrima, júbilo de alegría, todo eso forma un solo objeto de conocimiento para ellos en un solo acto de mirar y por esto no trae, como para nuestra mente actual, zozobra, afanes y confusión, sino todo se realiza con grandísima serenidad y simplificación en el mirar, contemplar, pensar y querer. De ahí que los beatos, al mirar la alegría y los llantos de sus seres queridos todavía vivos en la tierra, no reaccionan como nosotros que corremos afanadamente por los remedios, que nos enternecemos por la amargura y desgracia de un ser querido, sino ellos se dirigen dentro de la visión beatífica nuevamente a Dios, en el cual sienten y ven, para ofrecerle con sus actos de amor purificado también sus súplicas en favor de aquellos mortales. Absolutamente conformes como están con la voluntad divina, es decir, incapaces siquiera de disentir de la sabiduría y Providencia divinas, no piden sino lo que cuadre dentro de los planes de ella. Y en el mismo corazón de Dios ven continuamente el obrar y la suerte de los mortales como en una película continua y observan con alegría, gratitud y conformidad perfecta el remedio que la Providencia divina, aceptando bondadosamente su intercesión, pusiera en su caso concreto a los destinos de sus seres queridos.


III

Dentro de lo expuesto, con base en los mejores autores, parecía ya a cada paso esbozada la posición de la Santísima Virgen en el cielo. Si la luz de la gloria corresponde a la medida de la gracia traída a las puertas del cielo y a la de los méritos que acompañan al cristiano en su paso de la vida a la muerte, ¡Cuán grande no será la luz de la gloria infundida por el Padre Eterno, el Hijo Divino y el Espíritu Santo en el alma de María en el momento en que Ella entraba en el cielo y en que su alma se unía por la visión beatífica con el mismo Dios, su Hacedor!

Si la semejanza y la unión con Dios son la condición para una mayor o menor posibilidad de la criatura para ver a Dios en Él mismo, ¡cuán grande no será la visión, cuán clara, profunda y amplia no será la visión beatífica que tiene María en el cielo, del mismo Dios trino, y la mutua penetración de su intelecto con el Divino!

Si la interna presencia de Dios en el alma es la condición para su visión amplísima y goce ilimitado ¡cuáles no serán la visión y el goce de la Virgen en el cielo!

Si la visión más o menos profunda de la esencia divina será la medida para la amplitud del conocimiento de objetos secundarios de esta misma visión ¡cuánto no verá la Santísima Virgen en el espejo del corazón de Dios Padre!

Si la posición individual o social y ésta de mayor o menor importancia y envergadura tal como la ha tenido una persona humana en esta tierra, son decisivas para el cúmulo más o menos grande de conocimientos de objetos secundarios que esta misma creatura observa concretamente en el corazón divino ¡cuánto no verá la Virgen en este corazón de Dios, ya que Ella fue, por la misma voluntad de Dios, el ser de quien dependía la encarnación del Hijo Divino, el ser que fue el más bendito entre todas las criaturas humanas, la Corredentora de Jesús y la medianera universal de toda la humanidad!

Si estas posiciones son de carácter universal, por la misma voluntad de Dios, ¿no deben corresponderles a ellas conocimientos igualmente universales que le hagan a la Virgen posible la fiel y amorosa administración de tales encargos?

Si son los intereses justos de una madre de familia o el rey de un país los que deciden, según los teólogos, la menor o mayor cantidad de objetos secundarios conocidos por los beatos ¡qué decir de los justísimos intereses que tiene María en la suerte de sus hijos mortales y que le dan el título justísimo de conocer a fondo y en todos sus detalles las amarguras de sus hijos que lloran todavía en este valle de lágrimas!

Anclada su posición de medianera en la misma voluntad de Dios, a la que ella, por boca del ángel hizo saber su prontitud de prestarse y de cooperar al plan divino ¿no debe creerse que el mismo Dios inundará después en el cielo su alma con los conocimientos que le hicieran posible ser verdadera y efectiva medianera de los redimidos?

En efecto, lejos de encontrar algo infundado, incomprensible o exagerado en la sencilla creencia del pueblo de que María sabe, oye y puede todo, la dogmática antes respalda todo este creer con toda una gama de sólidos argumentos y pone valla y límite a cualquiera duda o restricción meticulosa de los conocimientos y poderes de la Virgen Santísima en cuanto a las necesidades y angustias de sus hijos. Lejos de dar base a una duda, la dogmática antes anima a todos los cristianos a una confianza cada día mayor en la Madre de Jesús, y la llama con sobrada razón la Omnipotencia Suplicante. Lo que sí parece necesario destacar con toda claridad, es que los cristianos deben tener y muy presente que en el cielo no hay voluntad creada tan conforme con la divina, no hay querer humano en el cielo tan resignado ante las decisiones divinas que los de María. Íntimamente unida con Dios más que todas las demás criaturas, la Virgen siente y vive un paralelismo perfecto con la Divina Providencia y con la voluntad de Dios, basada en sabiduría y justicia; mas como en Dios lo más grande y divino es el amor y la misericordia, allá arranca el grandísimo poder de la Virgen, porque la misericordia de Dios no resiste súplica alguna de María.

El pecador mortal no puede esperar del mero hecho de llevar un escapulario de la Virgen el que María trate de forzar la justicia divina. El poder de María es inmenso más allá de toda imaginación humana, la cual no alcanza a comprender ni la misericordia de Dios ni las grandezas de María. Es María como una voz en el cielo que a toda hora anticipe los decretos del Dios misericordioso. Ella alcanza de Dios todas las gracias que Dios, poniendo una vez más a un lado toda idea de juicio y justicia en favor de un régimen amplísimo de perdón y misericordia, pueda conceder sin dejar de ser Dios. Ella que es, al lado de su Divino Hijo, la expresión más sublime de la misericordia de Dios, dispone, porque el mismo Dios se complace en cederle a Ella estos derechos suyos, de todas las gracias de Dios en favor de sus hijos necesitados. La facilidad con que el Padre Eterno inundaba el alma de María con los conocimientos necesarios para su oficio de medianera universal de los mortales, sólo queda superada por el gusto y placer divinos de entregarle los poderes y secretos de la economía de las gracias divinas. Alabemos a Dios por tanta bondad, manifestada a los cristianos en el señalamiento de María por Madre de los mortales, medianera y Omnipotencia Suplicante.
P. Ricardo Struve Haker

Tomado de la revista Regina Mundi

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