jueves, 7 de febrero de 2013

Un ministro anglicano desilusionado reza, a María




            “Uno se siente demasiado fatigado para llevar sus preces al cielo, pero, representándose su madre querida que le enseñó a orar, se decide a hacerlo una vez más. Se arrodilla junto a la cama, y tiene conciencia de que puede ser ésta la última oración que haga. Sin saberlo, en la sequedad y en el hastío, uno hace la más importante oración de su vida.

            Como por inercia, sin emoción, se vuelve uno hacia otra Madre, y dice sencillamente: “Madre de Dios, yo me entrego ahora a Vos; recibidme”. Nada más. Pero en el mismo instante uno se da cuenta de que ésta es la oración que Ella había estado esperando. Este darse uno a sí mismo puede ser excelente preparación para la gracia. Ahora uno se da cuenta que no puede resolver los problemas de su vida con las solas luces de la engreída inteligencia humana. Ella puede interceder por uno a su divino Hijo y alcanzarle a uno el más precioso de todos los dones, aquella gracia particular, el don de la fe que iluminará el entendimiento y hará patente el único camino, la única verdad, la única vida...”

            “Recapacita uno acerca de sus “tres madres” dice el mismo ministro anglicano después de su conversión a la Iglesia católica: La Iglesia es la Madre Santa en cuyo regazo uno vive. Evoca en su memoria el recuerdo de la madrecita suya, de cabello negro, arrodillada y rogando, y se persuade de que son sus oraciones las que le han conducido a casa. Uno repara en aquella otra Madre, la Madre de Nuestro Señor, su Madre, la Madre de su sacerdocio, que pacientemente le ha conducido al hogar. Y no fue por habérmelo yo ganado o merecido, sino porque su corazón maternal tuvo compasión de un hijo que estaba aturrullado, cansado, amedrentado. Mi oración hacia Ella será siempre:

            Amable Señora, vestida de azul,
Enséñame cómo he de rogar,
 Pues Dios es tu pequeño hijo
 y tú sabes la manera”.

            De la autobiografía del ahora sacerdote católico
 James A. Vanderpool.

Tomado de la Revista Regina Mundi

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