jueves, 2 de mayo de 2013

María, la escuela de Dios




La Santísima Virgen es la madre que concibe, ama y propaga el Evangelio. Esa tarea integra épocas, historias y personajes con el destino fascinante de Cristo.

Por Julio Ricardo Castaño Rueda.
Miembro de la Sociedad Mariológica Colombiana.

Jesús, el Hijo de Dios, aprendió a ser hombre en el corazón de María.

El aprendizaje surgió de una predestinación creada por el Padre Celestial antes del tiempo. El misterio de la redención pasó por un origen maternal. La Inmaculada y Prerredimida ofreció el fruto de su vientre en aras de la salvación para el género humano.

La tarea asignada a la Prudentísima Virgen es la corredención, la profecía del Protoevangelio lo confirma: “…Pongo enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo; éste, te aplastará la cabeza y tu pondrás asechanzas a su calcañal. (Génesis 3,15). La misión de María comienza sin ella haber nacido.

El maravilloso oficio es una esperanza sellada por su descendencia.  El Cristo llegará. Apenas hace unas horas que la serpiente se infiltró en la conciencia paradisíaca y ya existe una poderosa intercesora.

La glotona caída de Eva engendró el pecado que destruyó el Paraíso ubicado, según el Génesis, a las orillas de los ríos Tigres y Éufrates. (Mesopotamia). El hombre perdió su derecho a permanecer en los jardines del Altísimo. La obra perfecta, en una indiscreta rebeldía, trastocó el orden universal.

La fémina de barro es condenada. Eva, la madre culpable, es reemplazada por la Madre Amable. Eva se cambia por Ave.

Los ángeles caídos cruzaron el punto sin retorno. Jamás serán perdonados. Jamás volverán al Cielo. El demonio, con su astucia burlada, comprende que su audacia lo perdió. El daño es benditamente reparable.

Aquel instante trágico sirvió para encender una chispa misericordiosa. La ignición entre las fuerzas opuestas atraería a Jesús, la patria de las almas vivas.

La humanidad, derrotada por la desobediencia, será redimida por la obediencia. El que acata la voluntad paterna será crucificado. Así la muerte se convertirá en vida. La traición la reparará una lealtad resucitada.

La lucha entre el abismo y la piedad chocan en un campo de batalla diferente: El libre albedrío. La conciencia, esa relación intrínseca que separa al individuo del mundo, tendrá que escoger entre la verdad y la muerte.

El espíritu del mal asume las consecuencias nefastas de su felonía. Condenado sin piedad decide atacar con su venganza. El cieno que camina se enfrenta contra la falacia.
La ira divina había creado la soledad y un adiós para volver a comenzar.

La estirpe de Caín pasará por un diluvio, una bendición, una alianza con Noé (anti inundaciones) y el derrumbe arquitectónico de la torre de Babel (levantada en la llanura de Shinar, Babilonia).

En resumen, las lenguas confusas alabarán al Ser Supremo sin cesar.

La contienda, por regresar el universo a la armonía primera, necesita un seno sin yerro. La mancha original requiere un remedio urgente cuyo bálsamo es el sacro-oficio, el oficio sagrado, el sacrificio de Cristo.

La especie perfecta conocerá el privilegio del perdón. La reconciliación borrará la ofensa.

Y por fin, sobre el eco de todas las voces desgraciadas, emerge una luz definitiva. En la madrugada precristiana, la aurora respira una ilusión.

El padre de la fe

La esperanza se inició con una circuncisión como alianza. La pequeña cirugía de un prepucio le cambió el nombre a don Abram por el de Abraham. El rebautizado será el papá de las naciones.

Las naciones son tribus sin rumbo moral, y acorraladas por los retos evolutivos. Esas sociedades embrionarias inventan deidades para adorar. Buscan los rastros del Paraíso porque perdieron las huellas del principio y el fin. La idolatría pagana les carcome la devoción.

Los siglos se mueren bajo un reloj de arena. La promesa, empeñada al caldeo, germina sobre los horrores del olvido.

Los hijos de Abraham gimen en Egipto. Los faraones controlan los destinos económicos de los hebreos. La queja sube hasta los oídos del Justo Juez. El “Salvado de las Aguas” emprenderá la gran expedición que teñirá, con sangre y milagros, las aguas del mar Rojo. (1250 a. C.).

La Biblia enseña sobre esa lucha sin cuartel que fue el Éxodo, la duda contra la fe. El maná contra el hambre. El sedentarismo contra los nómadas. Moisés contra los suyos. El terrible periplo causó un desastre normativo. Las Tablas de la Ley, que entregaron un decálogo sin ambigüedades, fueron rotas. La respuesta al mandato divino consistió en un relativismo mercantilista.

Los andariegos se apoyan en el poder aurífero.

El becerro dorado es adorado para justificar los fines y los medios. La conciencia judía sufre con la verdad absoluta. La veracidad no era precisamente el patrimonio ético de una comunidad criada por el panteísmo egipcio. La muerte era el negocio más lucrativo para los sacerdotes de Amón y sirvientes del faraón.
Los liberados añoran la productiva esclavitud faraónica. Los semitas marchan por el desierto en busca de una tierra prometida que no se merecen. La omnipotencia del Arca no los convence, y no son pocos los disgustos que le causan a Moisés. El apego a las costumbres sedentarias impone un lento andar entre los trashumantes.

Las primeras generaciones libres escucharon que eran la propiedad del Señor por virtud de la Alianza del Sinaí. Las arenas y las desmemorias dejarían erosionar los mandatos.

Las centurias siguen disolviendo la vanidad. La tradición oral guardó relatos y creencias. Los escribas copiaban las leyes judaicas. Sin embargo, les falta algo. El pueblo quería ver la confirmación de sus anhelos.

El ansia pasa por los acontecimientos narrados en la Biblia desde El Éxodo hasta el Segundo de reyes. En ese transcurso temporal, los vagabundos cruzan el río Jordán e ingresan a Canaán, la tierra prometida. (Palestina).

Definitivamente, la palabra es sagrada. Es un placer celestial comprimir en un párrafo varios libros que gastaría meses en estudiar. La forma de abarcar los hechos es un poco drástica, pero inevitable en este texto.

El lector, ducho en el conocimiento de las santas escrituras, sabrá perdonar el atrevimiento y seguir los planes del redactor. Él busca a la Corredentora en otra época.

Los carros asirios

En el siglo VIII a. C., los actos de la civilización Asiria ingresan en la historia bíblica. Las tropas asirias se convierten en un padecimiento sin remedio para los israelitas. Las componendas políticas y los negocios no les sirven. Asiria considera a Israel como un Estado vasallo.

En el año 745 a. C., Tiglat-piléser III asume el trono de Asiria. El sin tocayo invadió a Israel y mandó que el rey Menahem le volviera a pagar el tributo (2 Reyes 15: 17, 23). La esclavitud, por parte de un extranjero, regresaba para colocar el yugo sobre la dura cerviz israelita.

La soledad de los sometidos escuchó un relato renovador.

Al sur, una voz clamaba en el desierto. En Jerusalén, capital del reino de Judá, Isaías entró en la escena preventiva. Él es llamado para ejecutar una misión profética. Él les hablaría del Dios que vendría a través de María. Corre el año 740 a. C.

El belicismo conspira contra las intenciones del elegido.

El rey Ahaz de Judá, que gobernó del 736 al 716  a. C., decidió no unirse a Siria e Israel, que se aliaron para detener el avance de los asirios. Isaías hizo una vital profecía cuando el trono de Judá estaba siendo amenazado por los reyes Resín de Siria y Pécah de Israel, durante la guerra Siro-eframítica (734-733 a. C.).

La dupla real intentó sin éxito destronar a Ahaz y sustituirlo por un monarca títere. En medio de la crisis, Ahaz no escuchó a Isaías. El profeta le pidió dejarse guiar por la Providencia y no por sus áulicos que le aconsejaron servir a Tiglat-piléser III.

La sordera obtusa escuchó la voz del Señor con un tono enérgico. El mensaje fue:

“…El Señor dijo también a Ahaz: Pide al Señor tu Dios que haga un milagro que te sirva de señal, ya sea abajo en lo más profundo o arriba en lo más alto.

Ahaz contestó: “No, yo no voy a poner a prueba al Señor pidiéndole una señal.

Entonces Isaías dijo:

Escuchen ustedes, los de la casa real de David.

¿Les parece poco molestar a los hombres que quieren también molestar a mi Dios? Pues el Señor mismo les va a dar una señal: La Virgen está en encinta y va a tener un hijo al que pondrá por nombre Emmanuel…”  (Isaías 7: 10,14).

El puente hacia el Nuevo Testamento está listo, pero el vaticinio contempla un horizonte triste.

Mientras la predicción de Isaías consume el tiempo requerido para su cumplimiento, los clanes continúan sumidos en la infidelidad. El castigo rebosó las fronteras.

Los enemigos avanzaron. Salmanasar V, rey asirio desde el 726 hasta el 722 a. C., tomó a Samaria, capital de Israel. La caída de Samaria permite el destierro de los israelitas a Asiria. El reino desaparece en el año 721 a. C.

La invasión y la deportación les trajeron consecuencias nefastas.

Senaquerib (reinó entre el 705 y el 681 a. C.), hijo de Salmanasar V, asedió e invadió Jerusalén en el año 701 a. C. Los líderes de Judá se las vieron con un formidable estratega. Senaquerib utilizó la marina con la que, en el 694  a. C., persiguió a los rebeldes caldeos y los derrotó. El tirano paseó sus pendones desde Babilonia (del acadio AB-ilim o Babilu, “puerta de Dios”), hasta Egipto.

La expansión gastará ocho décadas más en romper los vínculos telúricos y sagrados de los judíos.

Las reyertas civiles arrecian y las variantes geopolíticas sobre el destino de Asiria, la potencia del Oriente Próximo, traen un cruel viraje. La ciudad de Assur cayó en poder de los medos en el año 614 a. C. Los invasores, provenientes de Media, (antigua región que corresponde a la zona noreste de Irán) se aliaron con los babilonios para tomar a Nínive en el año 612 a. C. El Imperio Asirio cambió de manos. Comienza la Dinastía Neobabílonia o Caldea.

Nabucodonosor II derrotó al faraón Necao (Nekau) en Karkemish, Siria, en el 605 a. C. y el 7 de septiembre del mismo año se convirtió en rey de Babilonia a la que gobernó entre el 605 y el 562 a.C.

El amo y sus huestes victoriosas avanzaron hacia el occidente. El ejército invadió el sur de Palestina, y el rey Joaquín de Judá se declaró su vasallo.

Pocos años le duró la promesa. El perjuro decidió rebelarse y murió en el intento. Su sucesor, Joaquín, enfrentó un sino fatal. Las fuerzas babilónicas sitian y toman a Jerusalén entre los días 15 y 16 de marzo del 597 a. C., según una crónica escrita en lenguaje cuneiforme.

Joaquín se rindió ante Nabucodonosor II. El vencedor decidió enviarlo cautivo, con sus esposas, los oficiales y el personal del palacio a Babilonia.

Lo peor estaba por llegar. Una década después, el rey Sedequias de Judá se levantó en armas contra el invasor (587-586 a. C.). La acción no fue perdonada. Nabucodonosor II incendió el templo de Jerusalén y deportó a los pobladores a Babilonia. (2 Reyes: 25- 8, 18).

Los esclavos recordaron el mensaje de Isaías, el profeta de la fe. Los desterrados llevaron un augurio feliz: La Virgen dará a luz al Salvador.

En esa época aparece un hecho fundamental, entre el castigo y la fe: Los exiliados regresaron a la zona geográfica del primer destierro.

Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso Terrenal regado por el Tigres y el Éufrates. Israel fue desalojado y llevado a las antiguas aguas del Edén. Los descendientes adámicos soportaron un extrañamiento riguroso: “…Sentados junto a los ríos de Babilonia lloramos al acordarnos de Sión…” (Salmo 137,1).

En esas, las dos tragedias condenatorias, la prefigura de la Virgen María iluminó y sostuvo el destino de los afligidos. La repetida crónica del pecado encontró a su auxiliadora en la Mesopotamia.

Así, el pronóstico de Isaías se engendró en los procesos orales de una raza pastoril. Junto a las fogatas, los viejos contaron el significado del Emmanuel, el Dios con nosotros.

Las virtudes teologales se inocularon en el tuétano generacional. Las tribus escucharon, repitieron, esperaron y murieron sin ver los resultados.


Jehová rescató a los suyos del cautiverio. La cosa es literalmente así de simple, pero con la variante histórica. Las acciones incluyen la declinación del Imperio Neobabilónico que duró menos de un siglo.

En el año 539 a. C., las tropas de don Ciro II, el Grande, tomaron posesión de Babilonia. El rey la anexó al recién fundado Imperio Persa y permitió la libertad para los judíos (538 a. C.).

La caravana judía, que regresó a Jerusalén para reconstruir el templo, sumó 42.360 personas sin contar los esclavos (Esdras 2, 64). La columna fue guiada por Zorobabel, descendiente directo del rey David. La edificación se concluyó en el 516 a. C. Esta fecha se considera el fin del cautiverio.

Algunos grupos liberados se instalaron fuera de Palestina y formaron la primera diáspora judía que influyó en el desarrollo mercantil del Oriente Próximo. La colonización afectó a los actuales países del suroeste de Asia y el noreste de África.

El término “Oriente Próximo” recoge a Egipto, Irán, Irak, Israel (los territorios palestinos de Gaza y Cisjordania), Jordania, Kuwait, Líbano, Arabia Saudí, Siria, Turquía, Yemen y una parte de la península de Arabia. Es decir: Bahrein, Omán, Qatar y los Emiratos Árabes Unidos.

El resto se puede leer en una buena biblioteca porque es necesario volver tras los signos de un milagro.

La mano poderosa del Señor permite romper el tiempo y saltar al Nuevo Testamento en busca de una escuela, la de Jesús.

El Eterno declara su amor

El 25 de marzo del año cero Dios decidió ser hombre.

La fecha, teóricamente, le corresponde al año romano 749. Sin embargo, en el siglo VI un monje llamado Dionisio hizo un cálculo equivocado para el nacimiento del Cristo. El religioso  escogió el año 754 de Roma. Según la leyenda, el 21 de abril del 753  a. C., Rómulo fundó, sobre el monte Palatino, a la caput mundi. Ese año sostiene a la Era Cristiana, lo cual indica que Jesús nació en el año 5 a. C. Otras investigaciones más “precisas” ubican el hecho cumbre entre el año 8 y el 4 a. C.

El parto sagrado ocurrió dentro del reinado de don Cayo Julio César Octavio Augusto (63 a.C.-14 d.C.), primer emperador de Roma (27 a.C.-14 d.C.) Ni modo de corregir el desfase temporal porque habría que ajustar un poco más de dos milenios de datos aproximados y el sistema cedular.

Mejor explorar el misterio de la encarnación redentiva.

La voluntad omnipotente se enfrentó a la trasformación de su propia estructura espiritual. La segunda persona se separa de su lugar eterno. La enjertación en el tiempo y la elongación trinitaria rompen la esencia adorable.

La morfología divina se modifica. La omnipotencia absoluta se inclina ante su propia impotencia. La voluntad del Todopoderoso  estableció dos funciones inviolables para él mismo. La primera es no dejarte de amar y la segunda no modificar tu libre albedrío. La defensa de esos postulados le costará la vida.

La Providencia decidió avanzar con su salvífico plan a través de dos palabras terribles: Amar y morir. (A veces no existe una diferencia semántica sino emocional).

La función albedrío lo detiene. El poderoso gestor solicita la colaboración y el apoyo humilde de una criatura, María. El Verbo no puede encarnarse sin un permiso previo. El Redentor requiere de una Corredentora.

El Supremo envía a un mensajero para entablar un profundo diálogo teológico. La propuesta lleva una declaración amorosa. La respuesta, que no es inmediata, cambiará la biografía de Dios.

El Omnipotente pidió encender su holocausto.

“…A los seis meses, Dios mandó al ángel Gabriel a un pueblo de Galilea llamado Nazaret, donde vivía una joven llamada María; era virgen, pero estaba comprometida para casarse con un hombre llamado José, descendiente del rey David. El ángel entró en el lugar donde ella estaba y le dijo:

¡Salve, llena de gracia! El Señor es contigo…” (Lucas 1: 26, 28).

La elegida, quizás interrumpió su oración matutina, y pidió una explicación sobre el inexplicable temor que le produjo la sorpresa celestial.

El ángel le respondió:

“…María, no tengas miedo, pues tú gozas del favor de Dios. Ahora vas a quedar encinta tendrás un hijo, y le pondrás por nombre Jesús.

Será un gran hombre, al que llamarán Hijo del Dios Altísimo, y Dios el Señor lo hará Rey, como a su antepasado David, para que reine por siempre sobre el pueblo de Jacob. Su reinado no tendrá fin…” (Lucas 1: 30, 33).




La encarnación del Verbo aún debe aguardar.

La mujer, la Inmaculada Concepción, necesita argumentar y preparar una verdad irrefutable contra los futuros cismas cristianos. La virginidad de María es perpetua. Antes, durante y después de la fecundación. Antes, durante y después del parto.

“…María preguntó al ángel:

-¿Cómo podrá suceder esto, si no conozco varón?...” (Lucas 1,34).

La acertada pregunta no alberga ninguna duda, como piensan algunos detractores. La Rosa Mística suplica que la respuesta provenga del Hacedor. El milagro de ser virgen, después de concebir, es el patrimonio del Altísimo y no de ella.

Además, María no era la única doncella de Nazaret. La diferencia, con las otras jóvenes de Galilea, es trascendentalmente radical porque se le otorgó un título con culto: “Llena de gracia”. Ese don especial la trasformó en la Madre de la Divina Gracia.

Sin la Prerredimida no habría Salvador.

La voz del Creador continuó tejiendo la respuesta feliz.

“… El ángel le contestó:

-El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Dios Altísimo se posara sobre ti. Por eso, el niño que va a nacer será llamado Santo e Hijo de Dios. También tu parienta Isabel va a tener un hijo, a pesar de que es anciana; la que decían que no podía tener hijos, está encinta desde hace seis meses. Para Dios no hay nada imposible…” (Lucas 1: 35,37).

Satisfechas las futuras disertaciones teológicas, las ciencias conciliares y la exégesis es la hora de un “Sí” con mayúscula. María se dispone para concebir en su alma el Evangelio, la buena noticia. La respuesta enamora al Padre de la humanidad.

“…He aquí a la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra…” (Lucas, 1-38). La existencia contenida en esa frase será la bienvenida para Jesús. La aceptación parió a la era cristiana. Eva murió.

El instante transforma la identidad de María y pasa a convertirse en una familiar estrecha de la Santísima Trinidad. Ella es la hija predilecta del Padre, la madre de Jesús y la esposa purísima del Espíritu Santo. La Virgen es el Tabernáculo del Altísimo con su trilogía perpetua y santa.

La revolución no termina. La primera Eucaristía se oficia en su seno. María se hace consustancial al Verbo. El cuerpo de María se convertirá en la carne y en la sangre de Jesús.

El vínculo consanguíneo con su hijo expresa una entrega total a  la obra salvadora.

El amor encarnado inicia la gestación. Los latidos del corazón, que romperá Longinos en el calvario, suenan victoriosos. La frente se ofrece para soportar las espinas. Las santas llagas preparan el perdón reconciliador. El pozo misericordioso de las futuras heridas destila, desde ya, la esperanza del hijo pródigo. Nada detendrá a la sangre en su divino manantial.

Las manos crecerán para bendecir multitudes y multiplicar los milagros. Los dedos escribirán sobre la tierra un secreto de perdón. Su voz domesticará a los vientos y sus pies caminarán sobre el mar. El levantamiento encarnado echó a andar su felicidad mística.

El taller de los dolores inaugura su cátedra humana. El Jesús embrión se alimenta con la caridad materna. El consuelo irrigado crea la doble naturaleza, Dios y hombre. La Madre Intacta dona su neuma. Jesús se trasforma en el alma de María.

En la escuela mariana, la primera clase es sobre la alegría del Evangelio. La Madre Amable comparte su dicha.

El misterio de la Visitación se inició con el viaje de Santa María a la aldea de Ain Karim, donde moraban Isabel y Zacarías.

La Madre Virgen no espera, no discute y no duda. Ella pasa a ser la primera predicadora del Evangelio. La Palabra la convierte en misionera.

Este pasaje, tan olvidado por la vanidad racional, recuerda una verdad simple: “Los apóstoles no fueron los primeros en anunciar a Jesús”. La Madre del Creador es la gran evangelizadora, la pionera. Ella transformó la Anunciación en el primer Kerigma (anuncio).

Isabel, la estéril fecunda, llena del Espíritu Santo saludó a la Digna de Alabanza y le entregó la segunda parte del Ave María: “Bendita tú entre todas las mujeres y bendito el fruto de tu vientre…” (Lucas 1, 42).

Jesús encarnado ratificó la virtud del entusiasmo. Él santificó a Juan, el Bautista. Isabel lo explicó con precisión: “… ¿Quien soy yo, para que venga a visitarme la madre de mi Señor? Pues tan pronto como oí tu saludo mi hijo se estremeció de alegría en mi vientre…” (Lucas 1: 43,44).

La maternidad divina, dogma sustentado por el Evangelio y por el primer grado de consanguinidad con el Verbo, es la gracia suprema. María con su fíat (hágase) aceptó en sus entrañas virginales al Mesías en nombre de toda la humanidad.

Y Cristo, cabeza del cuerpo místico, entregó a su progenitora el conjunto de los fieles bautizados.

Sin embargo, el gozo trae dolores. El machismo aún duda del orden materno establecido para el rebaño.

Los obispos de posturas laxas, que toleran a los cismáticos- apostatas, deberían volver sobre ese episodio y revertir su tolerancia sobre la Reina de los Apóstoles, modelo del cristianismo eucarístico.

Todavía duele una acción del Concilio Vaticano II. El 29 de octubre de 1963 se sometió a votación la propuesta de incluir a la Virgen Fiel como Madre de la Iglesia (constitución dogmática).

Los resultados son asombrosamente crueles: 1.114 votos a favor y 1.074 en contra. Los marianos ganaron por escasos 40 votos. Los obispos detractores recuerdan lo expresado por Timoteo: “…Si somos infieles, Él permanece fiel porque no puede desmentirse a sí mismo. A pesar de todo, no se hunden los sólidos cimientos puestos por Dios, en los cuales está inscrito: El Señor conoce a los suyos…” (2 Timoteo 2: 13, 19).

El papa Paulo VI, el 22 de noviembre de 1964, nombró a María Santísima como Madre de la Iglesia. El momento remite a un proverbio aplicado a Nuestra Señora: “…Quien me hallare hallará la vida y alcanzará la salvación de mi Señor…” (Pr. 8, 35).

La segunda clase dictada por la Reina de los Ángeles, une el Antiguo y el Nuevo testamento en el Magnificat, el cántico alaba y adora a su Señor.

San Juan Eudes (1601-1680) escribió sobre el particular: “Si amas a esta Virgen Inmaculada eres casto, si la honras eres devoto, si la imitas eres santo”.


¿Por qué es tan difícil entender lo proclamado por san Luis María de Montfort? (1673-1716): “…A Jesús por María…” Dios vino al hombre por medio de Ella. Los seguidores de Cristo deben reinvertir el proceso. La especialización en Jesús continúa.

La estrella de Belén

El emperador Augusto ordenó, por medio de un edicto, que el mundo romano debía empadronarse. Lucas, el médico evangelista, consignó el mandato pero no explicó cuándo se realizó. Vaya uno a saber cuál le correspondió a José. “… Este primer censo fue hecho siendo Quirinio gobernador de Siria…” (Lucas 2,2). Las fuentes históricas demuestran que Quirinio realizó un registro poblacional entre los años 6 ó 7  d. C.

La Sagrada Familia, para obedecer con el requerimiento, se trasladó desde Nazaret hasta Belén. El viaje coincidió con el alumbramiento. Los judíos, ocupados en los menesteres oficiales, le negaron al Emmanuel la inviolable hospitalidad.

La gruta, símbolo perenne de la pobreza, albergó al Dios hecho hombre y no al Hombre-Dios como lo describen algunos teólogos posmodernos. El orden y sus acontecimientos los contradice. La teología modernista se volvió un vademécum donde reina el acabóse.

Y para aclarar las tinieblas intelectuales, la humildad se agita en un pesebre. La Madre Castísima llena el gran vacío que habita entre la humanidad y su Salvador. El esperado por siglos no tiene fieles.

El niño del establo los bendice desde su anonimato. Los ángeles y los pastores trasnochados son los primeros en participar de esa experiencia.

Los sencillos atraen a la omnipotencia. Este pasaje evangélico inunda con sus enseñanzas el camino teológico. Ojalá, los sacerdotes con dudas de fe, volvieran a releer este episodio.

La teología no es otra cosa que amar al Señor. Y no consiste en corregir la conducta divina, como tantas veces lo expresó el padre Alfonso Llano S. J., (2003) en su bien censurada columna del periódico El Tiempo.

El hijo de san Ignacio olvidó la herencia de la majada. Los pastores hablaron sobre Jesús y: “…María guardaba todo esto en su corazón, y lo tenía muy presente…” (Lucas 2,19).

Esta es una lección mariana fundamental. Por favor, señores presbíteros, apliquen ese método en las catequesis. Las parábolas del Nazareno se deben guardar en los latidos apostólicos y no entre los caprichos beatos.

La palabra hay que meditarla con el pulso de las entrañas. La Virgen Prudentísima así lo enseña.

Los momentos siguientes muestran una obediencia sin tacha. La Reina, concebida sin pecado original, no reclama los títulos otorgados por el Altísimo para violar la ley. Ella se somete al orden establecido.

Ocho días después del sagrado parto, le circuncidaron al niño que derramó sus primeras gotas de sangre.

La Sagrada Familia cumplió con la Ley de Moisés porque está escrito: “…Todo primer varón será consagrado al Señor…” (Lucas 2, 23). Luego, la prole josefina, aceptó participar en el rito purificador. El templo los aguarda.

En el recinto sagrado, las gentes apuradas, los agiotistas y los sacerdotes, dedicados a la simonía, no reconocen al Mesías. Nada para asombrarse. El poder siempre considerará a los demás inferiores. Pobres los poderosos que por usar manto, uniforme o toga ejercen un mando que aleja a la Divinidad. El anonimato, en un mundo vanidoso, se impone.

Sucedió en Jerusalén dos milenios atrás y sucede entre algunos  religiosos de hogaño. La mayoría no acepta que las ovejas que guían son bípedas y no cuadrúpedas.

Ese párrafo invita al lector a orar, con la intercesión de la Reina de los Confesores, por los sacerdotes. El Catolicismo necesita prelados santos. La santidad no tiene negociación. Laicos y místicos tienen la misma misión: No dejar pasar a la Sagrada Familia por sus vidas sin amarla.

En el templo, el justo Simeón bendice al Redentor y profetisa que una espada de dolor atravesará el alma materna. El augurio se cumpliría el Viernes Santo, 33 años después.

La Madre del Buen Consejo confirmó lo que implica ejecutar el mandato supremo. Criar a Jesucristo sería una tarea doméstica sin arcanos misteriosos ni ayuda de los esenios (grupo religioso judío dedicado al ascetismo. Siglos  III a. C. y II d. C.).

La prueba bíblica de la crianza está en el Evangelio de Lucas. Él escribe que cuando Jesús cumplió los doce años fue con sus padres a Jerusalén para celebrar la fiesta de la Pascua.

El carpintero aprendiz no retornó a Nazaret con la caravana. Tres días terribles anunciaron el trauma del triduo pascual. La Reina de los Mártires y su esposo padecieron lo indecible. Se les extravió su hijo, el Verbo de Dios.

Ante esa realidad,  el          quinto misterio gozoso del Santo Rosario, “la pérdida y hallazgo del Niño Jesús en el templo”, debería ser modificado. No hay gozo en la desaparición de un hijo. La enunciación quedaría muy acorde con las circunstancias así: “El hallazgo de Jesús en el templo”. Porque la pérdida implica tormento y no placer.  María lo confirma:

“…Y su madre le dijo: Hijo mío, ¿por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo te hemos estado buscando llenos de angustia…” (Lucas 2,48).

El consolador encuentro-reprimenda se compensó con una fascinante vivencia que entró en un tiempo especial. Son 18 años para compartir la cotidianidad con Jesucristo en una simbiosis particular: discípula y maestra.

El Evangelio confirma, sin ambigüedades, donde pasó esos años formativos: “…Entonces volvió con ellos a Nazaret, donde vivió obedeciéndoles en todo. Su Madre guardaba todo en su corazón. Y Jesús seguía creciendo en sabiduría y estatura, y gozaba del favor de Dios y de los hombres…” (Lucas 2: 51,52).

Esa época preparatoria se graduó en las Bodas de Caná. Una petición maternal adelantó la hora señalada para el inicio de la redención. Jesús, el hijo obediente, dudó en intervenir y le contestó: “…Mujer, ¿por qué me dices esto? Mi hora no ha llegado todavía…” (Juan 2,4). La respuesta es admirable: “…Hagan todo lo que Él les diga…” (Juan 2, 5).

La cátedra mariana se resume en esa frase-regalo para los sirvientes del casorio. Cristo, por la indicación filial, convierte 360 litros de agua en un exquisito vino. Los milagros ya no se detendrán. Desde entonces, la Omnipotencia Suplicante ruega porque el alma humana habite en el Corazón de su Jesús.


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