jueves, 30 de mayo de 2013

El estigma de los profanadores


Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Miembro de la Sociedad Mariológica Colombiana

El amor y la veneración por Nuestra señora del Rosario de Chiquinquirá no pudieron evitar el irrespeto y la profanación de su altar en varias ocasiones. Ese dúo de dolores recuerda el trauma de la Madre al pie de la cruz. Las improntas se convirtieron en crueles cicatrices de formas imborrables.

Entonces para poner el dedo en la llaga estas líneas resumen algunos de los patéticos atentados cometidos contra la Patrona porque el olvido amenaza lo esencial de lo propio, la identidad.

I.

En 1633, un primigenio acto atarbán fue trazado por la casta dominante cuando después de la segunda salida de la Virgen de Chiquinquirá, a Tunja y a Santa Fe de Bogotá, para salvarlos de la Peste de Santos Gil, el lienzo se retuvo indebidamente. Al finalizar la emergencia sanitaria, los santafereños hicieron las diligencias necesarias para que no volviera a su casa. El alegato arguyó que Chiquinquirá ni Tunja podrían ser lugares dignos de custodiar a la Rosa del Cielo. La vanidad de una aldea convertida en capital de un anómalo reino quería enseñar el principio del quinto mandamiento, pero adaptado a la jurisprudencia del altiplano. Es decir que no hay hurto cuando lo ilegal es formalizado por el peso del fraude.

El pleito tedioso lo ganaron los tunjanos a los reinosos bajo el imperio de la lógica: “La Virgen se renovó en Chiquinquirá” y el misterio de esa manifestación divina abrió la carta de la evangelización desde Boyacá hasta las Filipinas.

El asunto se solucionó bajo la dignidad de una penitente procesión con rumbo al prehispánico caserío de los Cocas. El erario bogotano desembolsó los viáticos para la correría.
II.

El siguiente episodio hiede a sacrilegio. El 21 de abril de 1816, el mercenario francés, Manuel  Serviez, profanó con su caterva de saqueadores el hogar de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá y se llevó por la fuerza de las bayonetas el ícono tutelar. La pieza fue transportada por unos reclutas que huían hacia los Llanos Orientales. La imagen fue abandonada en Cáqueza (Cundinamarca) porque los soldados del Pacificador Pablo Morillo los alcanzaron y los derrotaron. A finales del mes de julio, los representantes del Rey devolvieron la pintura a su lugar de origen.

Después de este acto criminal se maquilló la historia para enaltecer al delincuente. Este proceder es parte de la manía atroz de levantar estatuas en honor del malhechor. Todo con el aval de los prohombres de la corrupción.

III.

La devoción por la Reina se extendió por varias regiones y las necesidades del hampa la seguían. El 21 de mayo de 1882, el padre Álvarez Llain dejó constancia escrita de otra afrenta en detrimento de los bienes de Nuestra Señora de Chiquinquirá de Río de Oro (Cesar) “…Habiendo sido aprehendido en Bogotá el ladrón de las alhajas de la Virgen de Chiquinquirá, se dedicará la suma de doscientos pesos para los gastos que se ocasionen con la conducción del reo al lugar donde debe ser juzgado para rescatar las alhajas que hayan sido vendidas y para satisfacer caso de reclamo, cien pesos que se ofrecieron al que presentará a la autoridad a Lorenzo Anzuola…”

IV.

De regreso a la Ciudad de los Cien Pianos, la codicia condenó al señor Joaquín Gómez, dentista de profesión, que aprovechó unos festejos para masticar un plan de asalto. Él, el 2 de enero de 1886, entró de forma clandestina al recinto de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, para cargarse las joyas. El sacamuelas se ocultó en la torre llamada de Las Campanas y en la noche procedió a cometer el ilícito. (Cf. José David Guarín (1830-1890). El cinturón de la Virgen de Chiquinquirá. Imprenta El Artista. Bogotá, 1908).

Al día siguiente, el buen párroco, padre Buenaventura García, O.P., denunció a la comunidad el robo. A las once de la mañana, luego de la Santa Misa, el alcalde de la localidad acompañado de personas prestantes emprendió la búsqueda del caco. El personaje fue sorprendido escondido en las bóvedas del templo. Joaquín Gómez tuvo un último y gentil acto de delicadeza moral. Se descerrajó un tiro en la cabeza. Sin embargo, sólo murió horas más tarde.

V.

La noche del 12 al 13 de agosto de 1896 resultó especialmente cálida para la Villa. El altar mayor era consumido por un incendio que amenazaba con acabar con la reliquia. Los feligreses hicieron milagros de heroísmo para controlar la situación. La duda sobre si hubo manos criminales o no en este incidente está aún por averiguarse, pero las circunstancias sospechosas de la época le otorgan un puesto en esta lista.

 VI.

El 12 de enero de 1901, la guerra de los Mil Días, llevó de la mano de Benito Ulloa sus ventoleras de pandilla atrabiliaria a los feudos de la Señorita. El sujeto sintiéndose el adalid de los “come curas” decidió tomarse a la Capital Religiosa a sangre, machete y plomo. La respuesta al ataque se la dio un joven de nombre Jesús Vargas, que apoyado por los conservadores, defendió con éxito el lugar santo. El bochinche dejó sus huellas en el campanario y en los corazones de las viudas. Los fulleros fueron vencidos. Ellos, para cubrir las apariencias de su rotundo descalabro, incendiaron varias casas al amanecer del 13 de enero, día de Nuestra Señora de las Victorias.
VII.

En 1913, en enero y en abril, la imagen peregrina fue atacada con machetes en las poblaciones de Pamplona (Norte de Santander) y Rionegro (Santander). En este pueblo tuvieron la delicadeza de celebrar la Fiesta del Desagravio por espacio de 100 años.

VIII.

Este es un capítulo oscuro que aún hoy reclama un rigoroso olvido por parte de ciertas almas piadosas.

El 21 de junio de 1918 es una impronta feroz en la conciencia histórica de los raizales porque sus mayores les heredaron un desafuero criminal. En la noche la Basílica fue profanada por una turba iracunda. La asonada atacó el convento de los dominicos y el presbiterio en un acto de impía barbarie. El hecho dio origen al terrible entredicho canónigo que sometió a la Villa de los Milagros al más oprobioso estado de su vida eclesial. El obispo de Tunja, Eduardo Maldonado Calvo, blandió su cayado como si fuera la espada del arcángel san Miguel para sofocar una rebelión que puso a la región al borde de otra guerra civil.

IX.

Las arremetidas soterradas contra el Santuario fueron patrocinados por aquellas almas inclinadas ante el soborno de un sanedrín de chisperos. Esos sujetos idearon un tipo particular de ofensiva. El 9 de julio de 1935, el semanario Veritas tituló su editorial: “El nueve de julio su significado histórico”. En ese texto denunció un atentando contra la Virgen Nacional: “…De dos intentonas, la más para destruirla, me acuerdo por el momento de la primera, la de un taco de dinamita colocado dentro de un cirio grande que un desconocido hizo encender al pie del camarín. Quemaba normalmente el cirio delante de la santa imagen, pero al llegar a cierto punto, se apagó; el sacristán de entonces, Juan Peña, lo encendió y tornó a apagarse; segunda y tercera vez lo encendió, y tornó a apagarse. Admirado del caso, el buen sacristán abrió el cirio con su navaja Castel, y halló el taco de dinamita, la causa por la cual el cirio no quiso seguir quemando…”


X.

El insulto, conducta común, en ciertos sectores de la politiquería del siglo XX hizo su aparición en la escena sacra. El 19 de febrero de 1939, el señor Tomás Eduardo Bermúdez cometió una irreverencia de bufón en decadencia: “dándoselas de liberal, penetró varias veces al templo con sombrero y fumando”, según informó Veritas del 22 de febrero. Afortunadamente, en aquellos tiempos aún existía la disciplina edificante de la civilización cristiana y los enredos legalistas no pudieron alcahuetear el sainete de la pobre marioneta cuyos hilos manejaban zarpas coloradas. El pisco fue condenado a 20 días de arresto o multa de 20 pesos.

XI.

Un empleado oficial, para dar una muestra de su sandez superior ante su patrón, decidió incursionar en Semana Santa en la Casa de  la Virgen. El 3 de abril de 1939, el director de los educandos del municipio, Carlos Martínez Sánchez, apoyado en una orden del ministro de educación, Alfonso Araujo, allanó el edificio del Colegio Jesús, María y José bajo la alevosa convicción del atropello. El establecimiento estaba ubicado al lado de la Basílica. El funcionario mandó que unos obreros sellaran la puerta que comunicaba a los escolares con la iglesia.

XII.

Un mandamás tropical, de aquellos tan atentos en emplear los recursos del Estado para atacar las posesiones de la Iglesia, recordó el modus operandi de los expresidiarios Francisco de Paula Santander y Tomás Cipriano Mosquera. El 14 de septiembre de 1939, Manuel Vargas y su cómplice hicieron derribar las puertas de la pieza contigua a la torre sur de la Basílica de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, sitio que servía para guardar los objetos al servicio de Dios. Veritas denunció ese atropello.

XIII.

La opereta del poder mostró la sin igual mediocridad del talento institucional para fracasar. El vodevil impuso su dinámica de bobalicona algarabía. El 10 de julio de 1944, el coronel Diógenes Gil le dio un burdo golpe de Estado al presidente Alfonso López Pumarejo que se encontraba en Pasto (Nariño) para presenciar unas maniobras militares.

Al otro día, la Policía allanó el templo de Nuestra Señora de Chiquinquirá (Chapinero) en busca de armas porque según el Gobierno los padres dominicos eran sospechosos de patrocinar el fallido atentado contra su eminencia, el presidente López.

XIV.

Los tiempos cambiaron, pero los cleptómanos no. El 29 de octubre de 1975, la sagrada imagen de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá de La Estrella (Antioquia) fue saqueada. Entre los bienes hurtados estaba la corona de oro de la Virgen y la corona del Niño. El lector deducirá rápidamente en qué pararon las investigaciones exhaustivas del caso.

XV.

Antes del fin no falta el aporte del grupo terrorista de las Farc (benemérito defensor de la paz a la cubana) que atacó con cilindros bomba el municipio de Prado (Tolima), el 16 de noviembre de 1999. En la acción murieron ocho policías y el templo parroquial de Nuestra Señora de Chiquinquirá de Prado fue destruido.



XVI.

La decimasexta estación no registra ningún acto de impiedad tipo irreverencia. Sólo muestra las consecuencias de lo advenedizo, una conducta heredada del arribismo español.

El ejemplo proclamado tantas veces por las voces de algunos capitalinos se repite con marcada indiferencia patrimonial. Un parroquiano, descendiente de los muiscas de Bosa, cuando le preguntaron por la ubicación de la Atenas Boyacense respondió con una cara de asombro muy singular. Colocó su postura favorita de pensador ensimismado en un profundo dilema dialéctico.

El sutano actuó bajo el impulso meditabundo de unos gestos preocupados y al cabo de unos segundos interminables miró intrigado a su interlocutor y contestó: “Que yo sepa sólo hay una Atenas Sudamericana, Bogotá”. El romero extranjero insistió con marcado interés. “Busco llegar a Chiquinquirá, la ciudad de la Virgen, me podría indicar la ruta, por favor”. Esta vez la pantomima de la desinformación llegó a su culmen cuando le dijo: “¿Chiquinquirá? ¿Y eso dónde queda?”

La respuesta total y adecuada se quedó guardada en las mochilas de los turistas de Australia, Canadá, Brasil y Estados Unidos que peregrinaron en este mes de mayo para postrarse ante la Patrona de Colombia. Ellos llenaron un vacío formal de las gentes porque muchos nacionales hipotecaron su casa para irse a Portugal y conocer el Santuario de Nuestra Señora de Fátima.

En síntesis, la Virgen María tejió su historia con los hilos de la bandera tricolor. El alma de la patria se gestó en su vientre materno hasta parir una raza heroica en la cuna de sus nobles abolengos. Sus hijos lucharon por el elogio del bronce y se olvidaron de su memoria. Hoy todo lo foráneo los embelesa hasta agotarlos con una moda de extravíos forasteros.



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