martes, 23 de diciembre de 2014

Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, Reina y Patrona de Colombia.



Germán Darío Acosta Rubio. Pbro.
Director Radio María Colombia.


Madre Purísima. Desde todos los lugares de Colombia venimos peregrinos hasta este vuestro santuario, nuestro santuario mayor, en el que vuestra presencia se constituye en motivo de esperanza, en certeza y aliento para la patria que anhela la presencia de vuestro Hijo como camino único de salvación. Venimos peregrinos como peregrino quiso ser el Hijo, quien por designio misterioso de amor emigró desde la Trinidad Santa y se manifestó a los hombres, revelándonos la plenitud del Padre y la Comunión del Divino Espíritu. Emigró como Salvador y Redentor y vino ha habitar entre nosotros para acompañar nuestra propia peregrinación hacia los bienes definitivos, como Él lo había previsto desde siempre.

Y se hizo hombre en vos, también peregrina primera que nos alentáis en el debate entre el bien y su enemigo, entre los suspiros y los sufrimientos. Peregrina que señaláis la vía de la santidad auténtica.

Somos peregrinos en esta noche serena que conmemora el momento único de la renovación de la imagen de la Virgen del Rosario de Chiquinquirá, desde la dimensión de la fe. Pasajeros de la vida, sometidos a la transitoriedad, nómadas en la dimensión de la historia. Vos bienaventurada Virgen María seguís «presidiendo» al Pueblo de Dios en marcha al lado de tu Hijo. Vos, excepcional peregrina de la fe, representáis una referencia constante para la Iglesia, para los individuos y comunidades, para los pueblos y naciones... para el universo entero.

Sois ya, Madre de Dios, el cumplimiento escatológico de la Iglesia: «La Iglesia ha alcanzado en vos la perfección, en virtud de la cual no tiene mancha ni arruga (cf. Ef 5, 27). Mientras frágiles los hombres luchamos aún contra el pecado y no osamos siquiera levantar los entristecidos ojos, apenados, delante del Padre Dios. Sólo nos atrevemos a acercarnos a vos Madre que resplandecéis como modelo de virtudes y aliento en el camino de la conversión.15 Vuestra peregrinación aunque ya no era necesaria porque fuisteis glorificada junto al Hijo en los cielos, porque superasteis el umbral entre la fe y la visión «cara a cara» (1 Cor 13, 12), en este cumplimiento escatológico no dejáis de ser la «Estrella del mar» (Maris Stella)16 para los que aún seguimos transeúntes, errabundos hijos desvalidos. Sí. Hoy alzamos la mirada hacia vos desde los extremos de la amada patria, desde los diversos lugares de la existencia terrena. A vos que disteis a luz al Hijo, a quien Dios constituyó primogénito entre muchos hermanos (cf. Rom 8, 29), a vos que cooperáis incansable con amor materno en la «generación y educación» de la progenie humana.

«... al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, para que recibieran la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama:  ¡Abbá, Padre!» (Gál 4, 4-6).

Con estas palabras del apóstol Pablo, el Concilio Vaticano II os enaltece bienaventurada Virgen María;1 En ellas se contiene el significado de vuestra misión... misión que recoge el misterio de Cristo y el significado de vuestra presencia activa y ejemplar en la vida de la Iglesia. Palabras que celebran conjuntamente el amor del Padre, la misión del Hijo, el don del Espíritu, la mujer de la que nació el Redentor, nuestra filiación divina, en el misterio de la «plenitud de los tiempos».2

Juan Pablo II, él peregrino de estas tierras benditas de Boyacá, todo de María, con dicciones místicas, inspiradas por el Paráclito Divino en la EncíclicaRedemptoris Mater” delineaba en tonos magistrales la profundidad del acontecimiento:

Esta plenitud delimita el momento, fijado desde la eternidad, en el cual el Padre envió a su Hijo «para que el que crea en Él, no perezca sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). Esta plenitud señala el momento feliz en el que «la Palabra que estaba con Dios... se hizo carne, y puso su morada entre nosotros» (Jn 1, 1. 14), haciéndose nuestro hermano. Esta misma plenitud señala el momento en que el Espíritu Santo, que ya había infundido la plenitud de gracia en vos, María de Nazaret, plasmó en vuestro seno virginal la naturaleza humana de Cristo... Esta plenitud definió el instante en el que, por la entrada del Eterno en el tiempo, el tiempo mismo era redimido y, llenándose del misterio de Cristo, se convirtiera definitivamente en «tiempo de salvación». Designaba el comienzo arcano del camino de la Iglesia.

En la liturgia, en efecto, la Iglesia os saluda María de Nazaret como a su exordio,3 ya que en la Concepción Inmaculada ve la proyección, anticipada en su miembro más noble, de la gracia salvadora de la Pascua y, sobre todo, porque en el hecho de la Encarnación os encuentra unidos indisolublemente a Cristo y a vos: al que es su Señor y su Cabeza y a la que, pronunciando el primer fíat de la Nueva Alianza, prefigura su condición de esposa y madre.

Vuestra presencia en medio de Israel - tan discreta que pasó casi inobservada a los ojos de sus contemporáneos - resplandecía claramente ante el Eterno, el cual había asociado a esta escondida «hija de Sión» (cf. So 3, 14; Za 2, 14) al plan salvífico que comprendía la entera historia de la humanidad.

«Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Ga 4, 4).

El misterio de vuestra maternidad divina y de vuestra cooperación a la obra redentora suscita en los creyentes de todos los tiempos una actitud de alabanza al Salvador hacia vos mujer ínclita que lo engendraste en el tiempo.

Motivo de amor y gratitud es vuestra maternidad universal. Al ser elegida como Madre de la humanidad entera, el Padre celestial quiso revelar la dimensión -por decir así- materna de vuestra divina ternura y de vuestra solicitud por los hombres de todas las épocas.

En el Calvario, Jesús, con las palabras: «Ahí tienes a tu hijo» y «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19, 26-27), os daba ya anticipadamente a los que recibirían la buena nueva de la salvación. Siguiendo a San Juan, los cristianos os acogeríamos en nuestra propia vida.

Os veneramos Madre, peregrina hasta la casa de Isabel y con ella os saludamos: «Bendita tú entre las mujeres (...). ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1, 42. 45). Dejamos resonar en lo íntimo de nosotros vuestras grandezas, vuestras inspiradas palabras que plasmaron el cántico del Magníficat: «Desde ahora me felicitarán todas las generaciones» (Lc 1, 48), expresión de tu grandeza única, grandeza que se proclamará hasta el fin del mundo.

Nos unimos a las primeras fórmulas de fe y a San Ignacio de Antioquía (cf. Smirn. 1, 2: SC 10, 155) a la particular admiración de las primitivas comunidades por vuestra virginidad, íntimamente vinculada al misterio de la Encarnación.

Os acompañamos en el inicio y hasta el final de la vida pública de vuestro Hijo, conscientes de la misión a la que fuisteis convocada en la obra de la Redención, con plena dependencia de amor de Cristo.

Exaltada por la gracia de Dios, después de vuestro Hijo, por encima de todos los ángeles y hombres, como la santa Madre de Dios, que participasteis de los misterios de Cristo, sois honrada con razón por la Iglesia con un culto especial. Así os lo reconoce el Concilio Vaticano II (Lumen gentium, 66).

Entonamos unidos la súplica, la oración mariana del siglo III «Sub tuum praesidium» -«Bajo vuestro amparo» porque desde los tiempos más antiguos, sois venerada con el título de Madre de Dios. Bajo vuestra protección nos acogemos los fieles suplicantes en los peligros y necesidades» (ib.).

Ante vuestro lienzo que recuerda las catacumbas de Santa Priscila, desde donde se admira la primera representación de la Virgen con el Niño; ante vuestra figura con Ireneo y Justino os confesamos como la nueva Eva. No bastaba que Adán fuera rescatado en Cristo, sino que «era justo y necesario que Eva fuera restaurada en vos Oh María» (Dem., 33), vos, la mujer que en la obra de salvación disteis fundamento a la inseparabilidad del culto mariano del tributado a Jesús, que continuará a lo largo de los siglos cristianos.

Os invocamos «Theotókos», Madre de Dios, Seno Purísimo, conjunción de la divinidad y de la humanidad en la única persona Santísima de Cristo, con las antorchas de esta vigilia que recuerdan el júbilo del pueblo primero en la gloriosa noche de Éfeso en el año 431 y a vos clamamos poderosa intercesora desde este valle de lágrimas, en el que huérfanos a menudo sentimos el eco de la confusión herética de quienes se encierran en el absolutismo de la razón, bajo el prejuicio kantiano de un dios imposible.

Reafirmamos con el Magisterio de la Iglesia vuestra maternidad divina. Contemplamos admirados los misterios de vuestra concepción inmaculada, de vuestra dormición admirable, de vuestra vida que es escuela de alta y segura espiritualidad.

Cuan admirablemente lejos ha ido Dios, creador y señor de todas las cosas, en la «revelación de sí mismo» al hombre.147 Cuan claramente ha superado todos los espacios de la infinita «distancia» que separa al creador de la criatura. Si en sí mismo permanece inefable e inescrutable, más aún es inefable e inescrutable en la realidad de la Encarnación del Verbo, que se hizo hombre por medio de vos, Virgen de Nazaret.

Dichosísimos nos experimentamos porque en Vos, el sempiterno Dios ha querido llamar eternamente al hombre a participar de la naturaleza divina (cf. 2 P 1, 4), porque en vos, gentil y humilde El ha predispuesto la «divinización» del hombre según su condición histórica, de suerte que, después del pecado, está dispuesto a restablecer con gran precio el designio eterno de su amor mediante la «humanización» de vuestro Hijo Divino, consubstancial a Él. Todo lo creado y, más directamente, el hombre no puede menos de quedar asombrado ante este don, del que ha llegado a ser partícipe en el Espíritu Santo: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Jn 3, 16).

En el centro de este misterio, en lo más vivo de este asombro de la fe, os halláis María, Madre soberana del Redentor, Vos que habéis sido la primera en experimentar: «Vos que para asombro de la naturaleza habéis dado el ser humano a tu Creador».

Vuestra virginidad proclamada por Ireneo y Orígenes, libró de falsos principios, purificó doctrinas gnósticas y maniqueas. Virgen antes del parto, en el parto y después del parto iluminad las mentes de los hombres, libradnos de las falsedades, de aquellos que reniegan, de los que pretenden destruir la vida en sus estadios primeros, de los que ignoran los dones escatológicos y con ellos las cualidades gloriosas de los cuerpos resucitados.

Que vuestra santidad, como dignamente lo exclama Juan Crisóstomo, nos aliente en la virtud teologal de la fe, de modo que con vos demos una respuesta libre y responsable al designio al que Dios nos ha llamado. De nada os hubiera servido dar a luz a Cristo si no hubierais estado interiormente llena de virtud (Cfr.Com. al Ev. de Sn. Juan, XXI, 3).

Adoramos al Dios Magnífico porque en vos, Jesucristo cambió la historia. Desde aquel comienzo que se ha revelado en los primeros capítulos del Génesis hasta el término último, en la perspectiva del fin del mundo, del que Jesús no nos ha revelado «ni el día ni la hora» (Mt 25, 13). En vos, Jesucristo misericordioso nos acompaña en el cambio incesante y continuo, entre el caer y el levantarse, entre el hombre del pecado y el hombre de la gracia y de la justicia. «Socorre con El al pueblo que sucumbe y lucha por levantarse».

Acompañad a la humanidad que ha hecho admirables descubrimientos y ha alcanzado resultados prodigiosos en el campo de la ciencia y de la técnica, que ha llevado a cabo grandes obras en la vía del progreso y de la civilización, y en épocas recientes se diría que ha conseguido acelerar el curso de la historia. Acompañad siempre el camino del hombre a través de los diversos acontecimientos históricos, acompañadnos ante el constante desafío a las conciencias humanas, un desafío a la conciencia histórica del hombre: el desafío a seguir la vía del «no caer» en los modos siempre antiguos y siempre nuevos del pecado, y del «levantarse», si hemos caído.

Bienaventurada Madre de Dios, vos que estáis profundamente arraigada en la historia de la humanidad proteged las familias y los pueblos.

“A QUIEN DIOS QUIERE HACER MUY SANTO, LO VUELVE MUY DEVOTO DE LA SANTÍSIMA VIRGEN” (San Alfonso María de Ligorio).

El mundo vive una crisis en la que el materialismo quiere erigirse como absoluto, como lo concluye Benedicto XVI. En palabras de Víctor Frankl la humanidad vive una estación carente de sentido. Quienes decimos creer acompañamos a menudo nuestra profesión de fe en mayor o menor medida con la vanidad que envilece las buenas obras y les hace perder su mérito. Con frecuencia los cristianos no somos testimonio porque nos apropiamos de la gloria de Dios para nuestros intereses egoístas, causando en un cierto sentido la profanación de lo sagrado en beneficio propio.

La urgencia entonces es la de hacer conscientes estas superficialidades infantiles que denuncian una fe inmadura. Sólo el reconocimiento de nuestro pecado paradójicamente nos hará entender la urgencia de la gracia divina que nos convence de la necesidad constante de la presencia de Dios en nuestras vidas.

La Madre de Dios no conoció ese límite porque en ella no hubo sombra de pecado y su actitud se manifestó siempre generosa. Ella está plenamente convencida de haberlo recibido todo de Dios como don gratuito de su gracia. Tal reconocimiento atrajo a Dios hasta el derramarse en su seno por la acción del Divino Espíritu. El termina haciéndose esclavo de su esclava dándose todo, donando incluso al propio Hijo en su virginal inocencia y extendiendo su maternidad divina a la entera humanidad. La total pobreza de María es la divina riqueza del Dios que en su ser se hace uno de nosotros. De este modo coopera Ella como sierva al plan inmenso de la redención del género humano.

Este lienzo humilde pareciera expresar el abandono de los valores trascendentes y es precisamente por ese abandono que él vuelve a restaurarse, a brillar con la luz sobrenatural como para enseñarnos que en la Buena Madre se nos da la última esperanza. Sí, porque siendo Madre de Dios y Madre nuestra, así constituida en la desolación suprema al pie de la cruz al lado de su Hijo, en su maternidad se nos da el secreto de la extrema condescendencia Divina que no hiere a su Madre, no la destruye, no la castiga con nuevos sufrimientos a los ya padecidos en su ser. Su amor extremo incrementa la maternal solicitud, la universaliza concediéndole el privilegio de colaborar eficientemente en la salvación de los hijos que a ella se acogen.

Su maternidad se realiza en el acto mismo del reconocimiento de nuestro total pecado, de la no respuesta equitativa a los talentos que hemos recibido, de la aceptación de nuestra debilidad cuando estamos ausentes de Dios y de la gravedad del orgullo que destruye el mérito de nuestras obras. Se hace cierta cuando aceptamos el efecto desastroso del primer pecado y de nuestros pecados cuando suplicamos su ayuda, esperanzados en el amor que ella siente por cada uno de sus hijos. Tal aceptación significa la confesión de nuestra indigencia sin Dios, del vacío que en María, se hace suyo, un único vacío, un vacío de gracia, el vacío que atrae irresistiblemente la presencia de Dios. No sería atrevido concluir que el hombre y la mujer en María es María viva. Ella se constituye en causa de salvación; nos quisiera alumbrar como alumbro a su Hijo, nos quisiera donar la fisonomía de Jesucristo, nos quisiera conceder su perfección, nos quisiera dar su santidad. Es el deseo de un alumbramiento paradójico desde la total pobreza, desde la absoluta necesidad de su virtud. Nos quisiera predisponer para que su hijo Jesucristo pueda habitar en nosotros. En ella la debilidad es total riqueza. En el aparente descuido de este lienzo que perdió el encanto de su primer color se recoge el testimonio de nuestras iniquidades sin Dios, y en Ella, en la comunión de vida con Ella también nosotros podemos renovarnos por la acción sobrenatural del resplandor del Espíritu, capaz de generar desde Ella un camino de santidad que evite todo orgullo de perfección; un camino de santidad posible aún para los más pecadores, para los miserables como el publicano, la adúltera, como la pecadora arrepentida, como los leprosos, como nosotros mismos. Ella nos inspira en su sentida confianza. Como Ella, desde Ella, en comunión con Ella, en la infinita misericordia de su Hijo.

En Ella y por nuestra pequeñez, el acto redentor de Cristo se hace eficaz. Podemos partir desde este Santuario no solo con el recuerdo de una noche evocadora, inolvidable, sino en comunión de amor con la Madre, y de tal manera que nos iremos MARÍA VIVA, constituidos santuario renovado de su presencia por los distintos caminos, guiados por quien es la Inmaculada Concepción eterna del Padre y del Hijo y esposo de la Inmaculada Concepción terrena, el Divino Espíritu, como grito de esperanza para una humanidad abandonada, sin ilusiones, sin propósitos; grito de certeza de la misericordia de Dios en Ella. Surgirá de ese modo desde el corazón de la histórica Chiquinquirá, no sólo una devoción sino el novedoso camino de santidad desde María, una moderna propuesta de santidad desde la Via Marie que en definitiva es la vía, el camino de santidad de su propio Hijo Jesucristo.

Peregrinos somos en la noche clara, conmovida, adornada de luceros, de plegarias, de serenatas, ante la rústica tela de algodón de procedencia indígena, con sabor de ancestros, con reminiscencias de abuelos promeseros que dejaban escapar ecos, rumores quedos, sones de tiples, de maracas, de alegres comparsas y de recuerdos, de memorias, de leyendas, con trajes de galas, sombreros, ruanas y pañolones, canastos, amasijos y presentes, con guabinas y cantos y con el desgranar de las mazorcas que servían de cuentas de Ave Marías. Lienzo que es vestigio de la historia de la Antioquia grande, de los sonidos silenciosos en el pentagrama celestial de los paramos del Altiplano, del eco de los vientos que silban entre las arrugadas montañas de los Santanderes, de las cálidas costas y sus mares, de los Valles del paraíso que guardan los amores secretos de Efraín y de María, de los verdes territorios nacionales que alimentan las esperanzas. Lienzo que recogéis los vestigios de sandalias campesinas con sabor de pobreza franciscana, hechas del fique quejumbroso de sus veredas; de rosarios sagrados en las manos sabias de los celosos custodios Dominicos, predicadores insignes de los encantos de la Madre, de ojos conmovidos y llorosos en sus promesas, en sus añoranzas; en devotos ante el altar con ofrendas de flores que se abrían desde las macetas de encallecidas manos de labriegos inmortales, de matices infinitos que se agregaban a la inspiración del pintor español de Narváez, a su arte, a la imagen bendita de la Virgen del Rosario. De hombres duros y de mujeres sensibles que se inclinaban reverentes ante el milagro que comenzó a plasmarse en su paleta de colores al temple, de pigmentos naturales tomados de la composición mineral del paisaje boyacense, de aromas únicos y del zumo de hierbas medicinales de las abuelas de esta región santa y escogida. Lloraban contritos ante el lienzo de la Buena Madre y presentaban la prole, la cosecha, las eras a la que acompañada San Antonio de Padua y de San Andrés Apóstol, era capaz de calmar sus cuitas, de arrancar el don de los hijos, de exorcizar las tierras, de guardar las comarcas y de prolongar la historia sagrada de una Colombia que una vez fue serena, y que ahora retorna arrepentida.

Venimos también nosotros, postmodernos en vilo ante la capilla de techo de paja, ante la pintura pobre, desteñida, como desteñida esta el alma de esta Colombia ensombrecida y casi yerta, casi imposible de reconocer,... casi imposible de reconocer lo que había sido pintado en ella. Y como en 1577, queremos con delicadeza suma recoger la deteriorada imagen, adornada de tristezas, de vanidades, de soberbias mezquinas, de injusticias, para llevarte al altar de la patria, al altar de las esperanzas, aquí en la tierra de Julio Flórez, en el valle sereno de Chiquinquirá, al oratorio familiar con sabor a claustro contemplativo hecho de caminos reales de plegarias y del sonar de las campanas.

Con María Ramos, piadosa sevillana, depositamos recogidos, arrepentidos, en la modesta capilla de nuestras existencias, el borroso lienzo de nuestras nadas de pecado que vienen a unirse a vuestra nada de humildad extrema. Y en el efecto de vuestra maternidad queremos hoy recobrar el prodigio, como ese 26, el color, el brillo original que cierre los rasguños y agujeros del sofisma, de la cultura de la muerte, de la ominosa indiferencia, que ilumine de luz y color la tela sagrada de nuestras existencias, la tela que es icono, secreto, poder único capaz de salvar a la entera humanidad.

Venid Virgen del Rosario, ocupad el centro de la cotidianidad, mostradnos al Niño casi desnudo que lleváis en vuestros brazos. Que vuestra imagen serena y vuestra delicada sonrisa irradie de dulzura, enternezca los corazones fríos. Que vuestro rostro bellísimo en su palidez augusta, libere la mano del niño para que el ave del Espíritu rompa el cordel y vuele por los espacios de la nación y se lleve en su pico la corona del Rosario, para que seamos un poco más buenos, un poco más santos.

Luna resplandeciente, mujer vestida de sol, proseguid en vuestro caminar al lado nuestro, dadnos vuestra toca blanca de pureza, el arma invencible del proto-evangelio aromado en pétalos de rosas, vuestra dignidad de hija, de reina, vuestro cetro de humildad y de grandeza, regaladnos una de tus coronas y aún entre los vestigios del deterioro y del tiempo, dadnos las huellas de vuestra pobreza, sobre las imprecisas... borrosas huellas de nuestra humanidad que a vuestro lado asumen un relieve, una profundidad, un decoro celestiales.

Los veintisiete escudos, vuestras condecoraciones, ejército en batalla, os permitan la autoridad, la potencia de vuestras delicadas plantas, capaces en su delicadeza de pisotear la cabeza del dragón de la violencia, del olvido; la serpiente de la vanidad, del engaño que como tela de araña nos embota hasta la muerte. Virgen en las semicircunferencias de plata, insigne ciudadana de Colombia, primera dama, Hija de Dios y de nuestro pueblo entrañablemente amada, vigía serena en vuestros más de cuatrocientos años de prodigios y de gracias desde el humus de este suelo que nos vio nacer.

Patrona de Colombia desde 1829. Venid “chinita”, bajad hoy desde vuestro trono, venid a compartir las inquietudes de vuestro pueblo, tomad vuestra propiedad porque sois la dueña de nuestros corazones.

«Salve, Madre soberana del Redentor, puerta del cielo siempre abierta, estrella del mar; socorred al pueblo que sucumbe y lucha por levantarse, Vos que para asombro de la naturaleza habéis dado el ser humano a vuestro Creador».

La memoria del Papa venido desde lejos, infatigable caminante, Pastor eximio que superó las distancias y arribó a este santo altar; os veneró y en su gravedad sencilla y santa os suplicó por el bien de Colombia y nos dejó inmortal el eco de su voz que resuena profunda, serena y ungida:

Oh Virgen, bella flor de nuestra tierra, envuelta en luz del patrio pabellón, vos sois nuestra gloría y fortaleza, madre nuestra y de Dios.
En burda tela avivas vuestra figura con resplandor de lumbre celestial, dando a vuestros hijos la graciosa prenda de la vida inmortal.
Orna vuestras sienes singular corona de gemas que ofreciera la nación, símbolo fiel del entrañable afecto y del filial amor.

A vos os cantan armoniosas voces y os aclaman por Reina nacional y el pueblo entero jubiloso ofrenda el don de su piedad.

Furiosas olas a la pobre nave contra escollos pretenden azotar; vuestro cetro extiende y bondadosa calma las olas de la mar.

Brote la tierra perfumadas flores que rindan culto a vuestro sagrado altar; prodiga siempre a la querida patria los dones de la paz.

A vos, Jesús, el Rey de las naciones, a quien proclama el corazón por Rey, y al Padre, Padre y al Espíritu se rinda gloria, honor y poder. Amén.

Reina y Madre de Colombia, os corona nuestro amor; Virgen Santa del Rosario, protege al pueblo y nación.

El santuario provinciano redunda en gracia y piedad, es centro de romerías, centro de culto filial.

Dichosa la tierra amada que goza de vuestro favor, irradia, Madre, en vuestros hijos de vuestra imagen el fulgor.
Concurre el fiel a vuestro templo para ofrecer su oblación.

Gloria a vos, Jesús, nacido de la Madre virginal; al Espíritu y al Padre se rinda gloria inmortal. Amén



Virgen de la esperanza Madre de los pobres, Señora de los que peregrinan, óyenos!

Hoy os pedimos por América Latina, el continente que vos visitáis con los pies descalzos, ofreciéndole la riqueza, del Niño que aprietas en vuestros brazos: un Niño frágil, que nos hace fuertes; un Niño pobre, que nos hace ricos; un Niño esclavo, que nos hace libres.

Virgen de la esperanza: Virgen del Rosario,

Colombia despierta.
Sobre sus cerros despunta la luz
de una mañana nueva.
Es el día de la salvación que se acerca.
Sobre los pueblos
que marchaban en tinieblas,
ha brillado una gran luz.
Esa luz es el Señor que vos nos disteis,
hace mucho, en Belén, a medianoche.
Queremos caminar en la esperanza.

Madre de los pobres:
hay mucha miseria entre nosotros.
Falta el pan material en muchas casas.
Falta el pan de la verdad en muchas mentes.
Falta el pan del amor en muchos hombres.

Falta el Pan del Señor en muchos pueblos.
Vos conocéis la pobreza y la vivisteis.
Dadnos alma de pobres para ser felices.
Aliviad la miseria de los cuerpos
y arranca del corazón de tantos hombres
el egoísmo que empobrece.

Señora de los que peregrinan:
somos el pueblo de Dios,
en estos suelos.
Somos la Iglesia
que peregrina hacia la Pascua.
Que los Obispos
tengan un corazón de padre.
Que los sacerdotes
sean amigos de Dios para los hombres.
Que los religiosos
muestren la alegría anticipada
del Reino de los Cielos.
Que los laicos, sean ante el mundo,
testigos del Señor resucitado.
Y que caminemos
juntos con todos los hombres
compartiendo sus angustias y esperanzas.
Que los pueblos de América Latina
vayan avanzando hacia el progreso
por los caminos de la paz y la justicia.

Nuestra Señora del Rosario:
iluminad nuestra esperanza,
aliviad nuestra pobreza,
peregrinad con nosotros
hacia el Padre. Así sea.

Tomado de la Revista Regina Mundi, nro 51


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