jueves, 4 de octubre de 2018

La romería a Chiquinquirá, intimidad de María


Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana

La encomendera de los Aposentos de Chiquinquirá, Catalina García de Irlos, envío a sus sirvientes para anunciar a las aldeas vecinas el portento de la renovación de un lienzo. El recado abrió las trochas a la tradición que diseñó la mística de un país.

Las voces alegres de los peones, que difundieron la noticia del prodigio, dieron origen al acervo cuya vigencia pervive en el sentimiento humilde de una república mestiza, la peregrinación a la Villa de los Milagros.

El gesto delicado del Omnipotente al establecer el verbo renovar en la conciencia pagana de la nación muisca, vencida por la idolatría y redimida por el Evangelio, permitió que la redención de los hijos de Bachué pasara de ser una esperanza utópica a una realidad sublime.

Las gentes sencillas fueron a la capilla y constataron la veracidad del hecho divino. Algunos de los recién llegados conocieron el cuadro salido del taller de Alonso de Narváez, el platero pintor de Tunja, 1562. La mayoría de los indígenas lo observó cuando asistió a las catequesis del fraile dominico, Andrés de Jadraque, en la encomienda de Suta. En esa estancia por más de una década vieron como envejecían los hilos, los vientos rasgaban la tela y la lluvia borraba las imágenes de la Santísima Virgen María y sus dos edecanes tan queridos por los españoles entendidos en la temática del santoral.

En 1586 aún vivían los nativos labriegos que llevaron el cuadro inservible de Suta a Chiquinquirá, por orden de Antonio de Santana.


Existía, pues, una generación de testigos vitales para que la historia pudiera redactar la crónica del suceso sin mitos, leyendas ni ficción. El pueblo de pata al suelo, el de capa y espada y el de mitra pudo en su totalidad dar un testimonio veraz de la secuencia del fenómeno, diligencia que fue consignada en las páginas de un proceso canónico-jurídico.

Los indios tejeros de Tinjacá y los olleros de Ráquira pusieron sus técnicas manuales al servicio arquitectónico de un templo para guardar la imagen renovada por la gracia del Espíritu Santo. El fuego santo iluminó al Nuevo Reino de Granada con la luz de Cristo que se encendió en el vientre de María. 

La fecha celestial, la fiesta de san Esteban protomártir (26 de diciembre de 1586), trazó el sendero pedestre de la fe de los humildes. A la creciente afluencia de promeseros, que llegaba de lejanas latitudes, se sumó la Madre de Dios. Ella se puso en camino, como en los primeros días del Verbo encarnado, y lideró una travesía (1587) sobre los hombros de sus hijos, los cargueros. 

La Virgen Madre llevó al Salvador del Mundo a la ciudad de Tunja como llamó Carlos V a la colonizada sede de la confederación del zaque de Hunza.

El nuevo modelo de peregrinaje, desde y hacia el valle de Chiquinquirá, firmó las cartas de la identidad nacional. La comunidad aceptó ir a la escuela de María Santísima para educarse en la sana doctrina cristiana. 

El aula viajera de la evangelización ayudó a las sociedades rurales a surgir libres. Sus manifestaciones culturales tallaron el rostro de la patria con rasgos definitivos.

Junto al rezo del santo rosario, en las fogatas de las fondas camineras, se aclimató la copla, herencia hispánica de los juglares. Entre el vigor del folclor demosófico surgió el tiple cancionero para declarar romances y a acompañar las serenatas en las calles de balcones castellanos.

El amor, vestido de mantilla, aprendió que ir al santuario de la Virgen Morena era un principio indivisible de la idiosincrasia de una genética novedosa, el mestizaje. Arte cultural que se perfeccionaba por el oficio de la oralidad entre la familiaridad de la costumbre. La dinámica del saber popular no se ha detenido entre los trajines de la nacionalidad. La romería, ese río enamorado de la tradición de sus mayores, siempre se desborda del corazón para ir a postrarse de hinojos ante el Niño Jesús que arrulla Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá.

La excursión religiosa vernácula no cambió su esencia. El alpargate, el zurriago, la mochila, el machete, la ruana, el requinto, el escapulario, la camándula, el agua y el sombrero siguieron aferrados a la necesidad de atender el llamado del retorno al terruño mariano. 

La solariega vida campesina escribió su capítulo en la memoria colectiva cuando la Santísima Virgen María salió a caminar con los suyos en un bondadoso ejercicio de su patronazgo. El acompañamiento fue urgente en las épocas críticas de los siglos XVI al XXI, excepto en el XVIII.

Las décadas de los años 1700 no tuvieron la urgencia manifiesta de sacar a la Patrona para reparar las consecuencias de alguna tragedia. Simplemente, la marcha ininterrumpida llegó a su edad madura e ingresó en el costumbrismo, bello género literario, como la fiesta decembrina de la “Promesa Grande”. El festejo de la virtud andariega cumplirá pronto 432 años sin faltar a la cita con la procesión. 

El andar de la Rosa del Cielo perfumó el anuncio de la primavera para Colombia porque la misericordia de Dios usó una manta rota de algodón, sucia y desteñida, para escribir un tratado sobre la catequesis del sacramento de la reconciliación, la renovación del alma por medio del misterio del perdón. La indulgencia plenaria otorgada por el papa Francisco a los fieles que visitan a la Virgen de Chiquinquirá así lo confirma. “Soy peregrino en la tierra, no me encubras tus mandamientos…” (Salmo 119, 19).

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