jueves, 14 de enero de 2021

La romería, el contagio de la misericordia

 

Por Julio Ricardo Castaño Rueda

Sociedad Mariológica Colombiana

  

“Porque soy un huésped en tu casa, un peregrino, lo mismo que mis padres”. (Salmo 39, 13).

La pandemia del coronavirus no pudo detener las peregrinaciones para visitar a la Virgen de Chiquinquirá.

La alerta mundial por la enfermedad infecciosa llevó sus noticias por los senderos del miedo y el regreso ante la Patrona quedó condicionado por una ilusión andariega tejida de añoranzas. La última plegaria pronunciada en la fiesta de la promesa grande (2019) se diagramó aferrada a la idea de volver. La súplica se encontró con una demora implantada. La esperanza del retorno se estacionó sobre once meses de una sindemia asesina, la covid-19.

La senda del indulto marcó la fecha para tornar a la Villa de los Milagros, el 20 de noviembre de 2020*. La tribulación del peregrino requería de orar ante el altar de los portentos, necesidad del agradecimiento, porque la Purísima seguía ejerciendo su oficio de intercesión contra la pestilencia desde cuando derrotó a la viruela en Tunja, 1587. La mediación de María es auxiliadora ante Dios, su Hijo.

La alegría, equilibrada por una descomunal certeza histórica, estaba en movimiento. El síndrome de la trasmisión quedó erradicado de esos rumbos.

El buen amigo Óscar Sepúlveda, que llegó de Miami (EUA), decidió volver a la Ciudad Promesa por arte de los prodigios insondables. El periplo incluyó recoger al cronista y a su esposa en la señorial urbe de Chicaquicha cuya semántica en chibcha antiguo traduce “al pie de la cumbre”. Su pronunciación castellana tiene sabor a sal vigua, Zipaquirá. El trío de amigos acudió a la protección del buen patrono de los excursionistas, el arcángel San Rafael, para volver al primer santuario de la América del Sur.

El Chevrolet Aveo devoró los kilómetros con la suavidad del automóvil bien conducido. En la subida a Pajarito, sector de Tausa, el acelerador se pisó a fondo para sobrepasar a un lento camión carguero. La línea amarilla no alteró el libre desplazamiento. Solo que cien metros adelante estaba instalado un retén de Policía dedicado a controlar este tipo de maniobras. La señal del agente fue contundente: “Salga de la carretera”.

- Por favor, señor, los documentos del vehículo. Bien, venga que le pondremos un parte por adelantar en doble línea amarilla. Desembarco silente para atender la reconvención.

El agente dijo: “don Óscar esto se puede arreglar”. El infractor respondió: “Póngalo, póngalo” y regresó malhumorado con el comparendo en la mano, que guardó arrugado en el estuche de la consola. Se acomodó e intentó echar andar el motor que no operó porque faltaba la clave de la llave del encendido.

El guardia le miró despectivo y expresó: “como que va tocar ponerle el otro parte porque el carro no le enciende”. Unos segundos después el automotor partía sin novedad sobre la ruta señalada.

Las verdes praderas campesinas alimentaban vacas lecheras. Los rumiantes, indiferentes al fenómeno de la Niña y a la virulencia, seguían instintivamente junto a las cercas de piedra bajo la paz labriega de los potreros. Los bramidos se fugaban tímidos entre los ocales y las lejanías azulosas de las colinas.

La armonía del trayecto se detuvo en las cercanías de la laguna de Fúquene. Otra vez, la costumbre de los obreros y sus máquinas reparaban los agujeros de la sinuosa carretera con asfalto caliente. Las cuadrillas de reparcheo realizaban el oficio de remendar los agujeros con las medidas de la pobreza. La idea era que el presupuesto de obras públicas siempre tenga un rublo de gastos en cosas inútiles. La demora tomó su puesto en la fila de camiones y buses que se turnaron un carril para poder avanzar.

La paleta verde de “siga” hizo sonar los motores de 30 máquinas estacionadas a la deriva del tiempo.

La senda encontró, junto al gran espejo de agua, el toponímico El Mirador. Allí, la estatua de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá vigilaba monumental. La pintura del conjunto escultórico, entre triste y sucio, reclamaba la atención de los lugareños. La Inmaculada permanecía atenta ante tanta indiferencia que pasaba a 50 kilómetros por hora.

Las curvas mostraron los pequeños pueblos aledaños a la geografía de las dehesas. Susa y Simijaca quedaban atrás sobre la soñolienta línea del paisaje embriagador. Un campo fértil se extendía junto a los letreros de la divina declaración de amor a la humanidad: “avemaría”. Las letras, llenas de gracia, son una especie de aliento y bienvenida a los hijos pródigos.

El descenso del alto de la Palestina abrió las puertas del cariño a esa vieja jaculatoria que se llama gratitud. El territorio se volvía netamente chiquinquireño.

La urbe, en su dinámica de expectativas, no tuvo una buena recepción para el vehículo. La apática desinformación marcó la pauta. Los habituales parqueaderos para visitantes estaban cerrados con amarradijos en un acto de brazos caídos. El único establecimiento operaba junto al parque de la Concepción, en el lote del destruido e histórico caserón de El Molino. De aquel inmueble vetusto y noble solo quedó su nombre como patrimonio nacional de una vocación por la amnesia.

La bajada hacia la basílica se encontró con unos locales adheridos a la gran estructura en proceso de demolición, según la valla informativa puesta en la calle 18. El atrio era una corraleja donde se apiñaban las filas de gentes. Ellas se ubicaban, sobre las huellas pintadas en el piso, cada dos metros en la hilera de ingreso contra una puerta cerrada. El registro se ejecutaría a partir de la 1:30 p.m., para poder oír misa de 2:00 p.m. La extinta concurrencia de antaño añoraba el bullicio de la algarabía sin talanqueras.

La situación era una resta de circunstancias a la realidad.  Faltaba media hora para el ingreso. Tiempo dedicado para aliviar los rigores corporales y morder galletas con agua aromática.

La atención al foráneo, por parte de los raizales, sigue siendo una acción mecánica, sin arte ni parte. Ellos viven del turismo, pero el turista no palpita en ellos. Hay una herida merecida en toda su hermosura desolada. El vendedor es un soplo de dolor conservado en la caja registradora. Les alumbra un fondo trémulo de ganancias sin honduras ni prisas.  El forastero vendrá por la tradición tejida en la rueca de los siglos. Y ellos, los guardianes de una identidad, venderán espacios, comidas e imágenes. El esfuerzo por platicar pasó de moda con el paso de la factura. “Pague y vámonos” dice la costumbre de no encontrar dichas terrenas en la Ciudad de los Cien Pianos.

Mientras los fieles aguardaban su turno de acceso, un mendigo arrojaba una rosa mustia a los pies de los viajantes. El sujeto buscaba una limosna al mostrar su flor marchita de tanto golpear las baldosas pisoteadas por los tumultos dominicales. Alguien participó de la comedia y depositó unas monedas en la mano del pordiosero. El menesteroso las echó en el bolsillo trasero de sus deshilachados yines y se marchó cabizbajo para tirar su anzuelo vegetal en otro pantano de la ingenuidad social.

El ingreso marcó el instante de la felicidad sin tregua. El paso final se encontró con un pequeño escritorio de madera usado para el control interno. El saludo de rigor se unió a la presentación de la cédula de ciudadanía ante un operario amable. El portero leía el código de barras del documento con un lector conectado al computador y ordenaba seguir al puesto. Los números asignados para tomar silla fueron los correspondientes a los dígitos cardinales 13, 14 y 15. El aforo autorizado era de 176 visitantes, una muestra simbólica del gentío que acostumbra copar cada rincón de la santa morada.

La contemplación del lienzo embriagó los sentidos con los murmullos íntimos de la milicia angelical. La Madre Castísima inundó el alma del viajero con un desbordado regocijo de humildes dichas infinitas.

El perfume de la tierra de la Consoladora de los Afligidos colmó de bendiciones a la esposa adorada. Ella, de hinojos, oraba el santo rosario hasta regarlo con sus lágrimas.

El comulgatorio, el escenario de las devociones, lucía una lámina de vidrio que separaba al feligrés del sacerdote oficiante. La obligación de comulgar en la mano se volvió regla de supervivencia. Las medidas impuestas por la autoridad civil, en aras de la bioseguridad, parecían diseñadas por un enemigo acérrimo de la Iglesia.  El salmo 91 y su sentencia bíblica: “la peste no llegará a tu casa” quedó en un entredicho de exégesis. La protección, convertida en barrera obligatoria, no tenía remedio.

Mejor cambiar de espacio narrativo para mirar la entrada del obispo emérito de Magangué, monseñor Leonardo Gómez Serna, O.P. El prelado se sentó en el presbiterio a rezar a su particular manera… “Alégrate María, el Señor está contigo…”

Mientras el salterio recitaba los misterios dolorosos, un técnico nacional, armado de un taladro industrial, perforaba las columnas de la nave central para instalar una cadena plástica de color amarillo y negro que remplazaría la cinta del “no pase”.

¿Para qué taladrar una pieza monumental? El error del horror impuso su ruido perforante en esos ladrillos testigos de infinitas confesiones dadas por labios penitentes. ¿No sería mejor colocar pequeñas columnas, al estilo museo, para preservar al inmueble de los lacerantes huecos? La respuesta quedará como parte de la dictadura de la torpeza.

El Evangelio del día sumó su queja en favor del arte sacro que habita en la basílica.

“San Lucas 19, 45-48.

En aquel tiempo, Jesús entró en el templo y se puso a echar a los vendedores, diciéndoles: «Escrito está: “Mi casa será casa de oración”; pero vosotros la habéis hecho una “cueva de bandidos”».

Los bandidos, de las afueras del cristianismo, les impusieron normas a los promeseros para robarles el espacio vital. Les hurtaron el alborozo folclórico del alpargate y el tiple, les desvalijaron el fulgor de las muchedumbres. Les esquilmaron la serenidad de su fe. El legalismo depredador trajo el pavor. El eco del acento marinero del Nazareno, sobre la tempestad: “no tengan miedo” (Marcos 6,50) se ahogó entre la tinta de un decreto.

La salida de la eucaristía contrastó con las multitudes que emergían fervorosas del recinto eternizado. Los rostros pletóricos de gozo anunciaban la risa del encuentro. Los bendecidos asistían a las variadas sesiones de fotografías para el testimonio gráfico del cariño a la Rosa del Cielo, oficio de la memoria agradecida.

La siguiente estación encontró su meta en el despacho del santuario para cumplir con una tradición ancestral. Óscar había volado más de 2.300 kilómetros para venir a pagar unas misas. Al oficio se sumaron tres salves a la Chinca por un encargo.

Y luego a callejear por entre los almacenes que esperaban mover su caja menor con grandes ventas. La caminata probó el acierto del refrán: “en casa de herrero azadón de palo”. El dicho cumplía con su veredicto a la letra. La intención de comprar una camándula, con estuche de lujo, la materializó la nada. La necesidad tenía rostro de cánido y se optó por adquirir un adminículo medianamente parecido al concepto primario.

El paseo por las tiendas terminó donde el hambre obliga al uso del mantel. El restaurante, “Soy Boyacense”, funciona dentro de una casona de arquitectura decimonónica. El encantador lugar tiene un corredor de ingreso adornado con bellas fotografías en blanco y negro. Entre las imágenes sobresalía una de 1919 donde se transportaba a la Reina Morena coronada por un pueblo devoto y fiel al terruño mariano.

En el patio central, debajo de la escalera, había una especie de cuarto de san Alejo convertido en vitrina. Los almanaques, las imágenes, los cuadros, las estatuas de diferentes advocaciones y un surtido de objetos religiosos permanecían a la espera de un comprador caritativo.

La mesa fue servida con tres platos distintos para degustar la bromatología criolla. Uno de ajiaco santafereño, otro con mazamorra chiquita y el último, lomo de cerdo a la plancha. El menú fue acompañado con limonada y jugo de mora.

Si los centenarios muros de la morada conversaran contarían sobre las leyendas del ayer convertidas en añeja nostalgia de olvido. Su esqueleto de maderas no rememoró nada sobre el ultraje de 1816, el robo con suicidio de 1886, el misterioso incendio de 1896, el terremoto de 1967, la visita pontificia de 1986, las fiestas del septenario y mil sucesos archivados por el asombro. Hay relatos para dejar con la boca abierta al más escéptico liberal. El ruido de la cocina solo devoró clientes como un favor fascinante del comedor.

¿Será que algún día contratarán a un investigador? Una voz que les narre a los comensales los montones de vivencias paridas por las épocas de los abuelos. Los balcones aún esperan el cálido rumor de la oralidad para recitar la historia de la epopeya divina.

La respuesta puede ser una carcajada burlona que indigne a cualquier acto de soberanía idealista. Los ventanales del domicilio alimentario vieron pasar acontecimientos que modificaron el orden del simple transcurrir de los destinos de la patria.

Y movidos por la misma condición de pasajeros por la vía de la vida la partida marcó la razón de la despedida. Esta vez no había entrada para ir hasta el baldaquino y deprecar por una gracia. Ese rezo debe colocar unas líneas finales en este texto para no salir del valle feliz de los hijos de la Colombia bendita.

El sentimiento, en un acto volitivo de místico albedrio, decidió arrancarse el corazón para arrojarlo a los pies de la Rosa del Cielo con un beso de serenata enamorada…La peregrinación 113 ancló sus letras en la tela renovada de María de Chiquinquirá.

 

*Ese día, el virus subió su cifra macabra al registro criminal de 34.929 colombianos enviados a la tumba.

 

1 comentario:

  1. El colorido relato me permitió viajar con la mente a visitar a la Reina sin restricción alguna. Gracias Julio Ricardo porque esto no es sólo el resultado de tu maravilloso estilo literario sino del verdadero amor a la Madre, que brota de tu corazón.

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