jueves, 7 de enero de 2021

San José de la Peña

 


 

Por Julio Ricardo Castaño Rueda

Sociedad Mariológica Colombiana

                        

Acudid a José y haced cuanto él os dijere”. (Génesis 41, 55).

 

San José, el descendiente del rey David, se nacionalizó bogotano en las breñas olvidadas del oriente capitalino. Él descendió a lomo de labriego de las empinadas y ariscas crestas del cerro del Aguanoso. Quizás su benigna protección sobre el Niño Jesús y su castísima esposa evitó la caída del conjunto escultórico a los profundos abismos de aquellos lugares de vértigo.

Hoy vive sobre el calumniado cerro de Los Laches dentro del templo levantado en 1722 porque su vida de protector silente padeció el rigor de las carnestolendas, manifestación pagana en la antesala de la cuaresma, penitencia del rito católico.

El camino de la loma pronto se llenó de los desposeídos de la fortuna, apellido del expósito criado en el hospicio. Los siervos de la gleba, los hijos del mestizaje comprendieron que su raza, herencia de solares y crisoles sociales, podía encontrar la dignidad junto al padre putativo de Jesús, el Cristo.

Los miembros de la perpetua servidumbre colonial consagraron a san José de la Peña sus faenas manuales por dos razones. La primera, el escape al sitio de la montaña donde la democracia surgía en su simpleza de vulgo conversador. Y la segunda, por el respeto a la tradición de los mayores que fueron guardianas del primer tesoro de la fe capitalina, la Sagrada Familia.

El clan divino congregó a las almas, sus devociones y servicios. 

Los niños aguadores, con sus múcuras y barriles cargados sobre las albardas de los burros, hicieron del aquel rincón el perpetuo pesebre.

A ellos se sumaron los alarifes, constructores de una ermita votiva. La tecnología arquitectónica atrajo a los albañiles mayores, los carpinteros, los ornamentadores, los blanqueadores, los imagineros, los entalladores, los tejeros, los aparejadores, los retableros y a los canteros.

Los indígenas, asiduos visitantes del Este soleado, llevaron sus alfareros y sus vasijas para libar la chicha a los pies de aquel que sostenía con su mano izquierda la granada, signo y símbolo de una identidad en proceso de construcción.

La muchedumbre, motivada por el impulso del afecto peregrino, se sustentó en el regazo maternal de las llamadas amas de cría. Ellas amamantaron a los hijos de los gamonales.

Los aparceros de las veredas trajeron sus frutos como parte de las promesas del exvoto.  La romería creció y el disturbio, propio de la combinación de las coplas y las mujeres bellas, se incrementó según la dinámica de los piropos.

El alboroto de la coplería atrajo la asistencia de las autoridades virreinales. El poder incluyó a la guardia de alabarderos y el interminable tren de la arriería. Tarea vigente en el siglo XXI. Ella mantiene sus gestos con los caporales de las fincas contiguas. Tiempos campesinos metidos entre el monte y sus malezas.

La ciudad de la santa fe siguió en búsqueda del patronazgo para su incipiente industria. La respuesta era san José, el fiel custodio de María y de Jesús, cuyo nombre aparecía en las pilas bautismales regado por el agua bendita. Las cabezas húmedas pasarían a ser de los barberos, que arreglaban pelucas y sacaban muelas. Los peluqueros inventaron el remedio genérico: sangrar a los cristianos. Terapia contra toda inflamación o acumulación de disgustos, anemia o cualquier sudor. Ellos anduvieron por la ruta de la calle novena porque la clientela necesitaba el milagro del bisturí.

La crónica de los caminantes llegó a tierras lejanas. Las fronteras del reino oyeron hablar de la Virgen de la Peña y de su esposo san José. Las baraqueras, lavadoras de oro, del río Cauca supieron que su trasegar podría encontrar un consuelo en un lugar tan distante de sus aluviones. A ellas las hipnotizaron los bogas del río Grande de la Magdalena. Algunos atletas del río, tallados a fuerza de empujar las piraguas, dejaron por una temporada las pértigas. Se unieron a los muleros y fueron a conocer las callejuelas donde habitaban los reinosos. La mayoría volvió a San Bartolomé de Honda para embriagarse, cantar y navegar con la libertad de las ondas junto a los centinelas de las orillas, los caimanes de miradas llorosas.

“…Oh, María, ¡las más poderosa! ¡Bendita reina del cielo, madre de Dios, apiádate de nosotros los pobres bogas! Recorre con nosotros este día y que los rápidos y remolinos no impidan nuestro progreso. ¡Qué el hombre blanco, nuestro patrón, aquí, nos de abundancia de brandy y tal vez un poquito de mantequilla para freír nuestro pescado! ¡Hurra por el patrón blanco y las bonitas muchachas indias de Ocaña! Viva María, el santo San José…” (Cf. Jhon Steuart. Narración de una expedición a la capital de la Nueva Granada y residencia allí de once meses. Academia de Historia de Bogotá. Tercer Mundo Editores. Colección viajantes y viajeros, 1989. Pág. 71).

El eco de los prodigios se regó por valles y cordilleras. El sonido de la oralidad encantó a los barnizadores de San Juan de los Pastos. Los pastusos trajeron su arte para recibir la bendición. El barniz o Mopa, hoy patrimonio de la humanidad, formó parte de la cultura del agradecimiento.

Las tareas criollas dieron vida a una sociedad que requería los ajustes de la civilización católica. Los batihojas con sus golpes de mazo labraron los metales reducidos a delgadas planchas, piezas que fueron al santuario para dejar su testimonio.

El gentío encontró una razón más para subir a orar. Entre las multitudes se destacaron las famosas bordadoras que tejieron los ornamentos para los heroicos capellanes de la Peña.

La salud física de los forasteros pasó por las manos del boticario y las plegarias a san José. El examen corporal fue untado con las mezclas de hierbas, el aguardiente rastrojero, las cerezas sabaneras y las recetas de los yerbateros cuyas bondades de sanidad pregonaban los buhoneros de ocasión en los días de mercado en la Plaza Mayor.

El bazar mostró a los canilleros, miembros del arte del tejido que enrolla en la canilla el hilo de la trama. La gente de las manualidades formó las alianzas propias de la producción. Los cardadores de mantas, industria precolombina, se asoció a los cargueros. Los cordoneros, elaboraron sus cordones, flecos y borlas. Muchos hilos para apretar las cargas o guarnecer los cortinajes de las casonas de los patrones.

La ocasión del mercadillo era propicia para el correero, fabricante de correas de cuero cuyos clientes se hallaban entre los corraleros, cuidadores de las mulas, con destino a los arrieros, forjadores de las trochas aún vigentes para el transporte del fruto campesino.

Al gremio se incorporó el festero, hijo de músicos, que se encargó de conseguir las serenatas, cobrar y repartir las ganancias. La fiesta de la colina trajo al gallero y a sus aves de pelea sustentadas por la palabra mayor de la apuesta.

El ascenso para las señoritas, sin mancha de la tierra, obligó al uso de las buenas caballerías. Los chalanes llamaron a los guarnicioneros para realizar los arneses en cuero o en paño. Los herreros pusieron sus fuelles al servicio de las herraduras, los estribos y las espuelas.

La cabalgata trajo el romance y su aporte de luz intelectual. Los iluminadores adornaron libros y estampas con colores vivos para la imaginación y el sentimiento, dupla emocional del amor declarado.

La cuesta interminable en sus juergas votivas vio pasar una lista larga de personajes que aún perviven en los campos de los pueblos circunvecinos como el jaulero, las lavanderas, el leñador y el faquín, una bestia humana de carga.

La ruta, por el lado de la ermita de Belén, sobre la calle quinta, congregó a los loceros en la fábrica de loza fina de Bogota. Industria cuyas ruinas marcó una época de leyendas sobre sus siete hornos.

El trabajo formal congregó a los chircaleños, los marraneros y los mayordomos que tornaron en compañeras a las molenderas, que con las piedras de la quebrada prepararon el cacao para el desayuno.

La alegría perpetua de los compositores, con o sin los carnavales, desarrolló entre los neogranadinos el uso de las guitarras, las vihuelas, las flautas y los tiples unidos a los trompetas, atabales y chirimías de un folclor cuyo modelo se denominó el obraje. Labor en el taller casero de piezas vitales para el jolgorio.

La jarana se apoyó en las infaltables viandas del delicioso piquete santafereño. Las carnes y las turmas fueron sazonadas por profesionales como el ollero, el pastelero, el panadero y el pollero. El peón de carga llevó aquellas comilonas a los parajes con mantel. El paseo dominical contó con las buenas artes de la planchadora de almidón, el sombrerero y los sastres para que el traje luciera adecuado para la ocasión.  El tintorero, encargado de teñir mantas con sustancias vegetales o minerales, fue el socio, en buena ley, del urdidor, especialista en preparar los hilos de algodón para disponer la urdimbre.

El talabartero se unió al llamado del desfile para cuidar y remendar los aperos y los zamarros de cuero de león. La parranda no quedaba lista sin la presencia del polvorero y sus juegos pirotécnicos.

El cuchillero, vendedor de cuchillos y objetos de corte, encontró en el curandero a un cirujano empírico que era amigo de cierto curtidor abastecedor de cueros de res para los zapateros de lezna, talabarteros y colegas de José. El filo de esas piezas necesitaba de la seguridad de un buen cerrajero. fabricante de llaves, candados, cerrojos, escudetes y estoperoles para las puertas.

La masculinidad de la actividad manual tuvo espacios casi femeninos con las cesteras. Mujeres dedicadas a la elaboración, con fibras vegetales, de canastos para el transporte de mercancías. Ellas fueron las comadres de las vendedoras de los famosos tabacos de Ambalema y de las cocineras, manos dedicadas al delicioso arte de los guisos.

Las fiambreras, aderezadas por las tradicionales chicheras, sostuvieron el tumulto que subía y bajaba por entre las sendas de gredas amarillentas. Las improntas de bestias y alpargates registraron a otros personajes con habilidades distintas como el calígrafo, amante del escritorio y de la palabra.

Los escribientes escrituraron predios a los dueños de las haciendas sin fronteras. Era la disciplina del papel sellado para poder lidiar con los aparceros que se encontraban con los carboneros de Choachí y La Calera.

La masa, en su vigor formal de construcción de plegarias, recurrió a otros gremios vitales para la subsistencia de las comodidades. Los matarifes y los carpinteros asiduos diseñadores de taburetes, arcases, arquibancos, artesonados, tabernáculos, altares, retablos y silletería para el coro. Esos se mezclaron con el vendedor de cera, el cerero. El uso del culto litúrgico en la evangelización trajo al grabador que dejó sus huellas en las estampas por medio de incisiones en láminas de metal cuya biografía es la memoria de la urbe.

Así, la gente del común fue al hogar de san José para pedir su paternal bendición. Tradición de profesionales consagrados a producir el sustento para sus familias.  “¿Acaso se encontrará otro como éste que tenga el espíritu de Dios?” (Génesis, 41, 38).

 

1 comentario:

  1. Hermoso relato muy apropiado para el inicio de este año dedicado al Santo Patriarca.

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