Por San Josemaría Escrivá de
Balaguer
Cristo nos urge (cf 2Co 5,14). Cada
uno de vosotros ha de ser no sólo apóstol, sino apóstol de apóstoles, que
arrastre a otros, que mueva a los demás para que también ellos den a conocer a
Jesucristo. Quizás alguno se pregunte cómo, de qué manera puede dar este
conocimiento a las gentes. Y os respondo: con naturalidad, con sencillez, viviendo
como vivís en medio del mundo, entregados a vuestro trabajo profesional y al
cuidado de vuestra familia...la vida ordinaria puede ser santa y llena de Dios,
que el Señor nos llama a santificar la tarea corriente, porque ahí está también
la perfección cristiana. Considerémoslo una vez más, contemplando la vida de
María.
No olvidemos que la casi totalidad
de los días que Nuestra Señora pasó en la tierra transcurrieron de una manera
muy parecida a las jornadas de otros millones de mujeres, ocupadas en cuidar de
su familia, en educar a sus hijos, en sacar adelante las tareas del hogar.
María santifica lo más menudo, lo que muchos consideran erróneamente como
intrascendente y sin valor: el trabajo de cada día, los detalles de atención
hacia las personas queridas, las conversaciones y las visitas con motivo de
parentesco o de amistad. ¡Bendita normalidad, que puede estar llena de tanto
amor de Dios!
Porque eso es lo que explica la vida
de María: su amor. Un amor llevado hasta el extremo, hasta el olvido completo
de sí misma, contenta de estar allí, donde la quiere Dios, y cumpliendo con
esmero la voluntad divina. Eso es lo que hace que el más pequeño gesto suyo, no
sea nunca banal, sino que se manifieste lleno de contenido. María, Nuestra
Madre, es para nosotros ejemplo y camino. Hemos de procurar ser como Ella, en
las circunstancias concretas en las que Dios ha querido que vivamos.
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