Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana
“Como el lirio entre
los espinos, así es mi amada entre las doncellas”. Ct 2 1,2
Nuestra Señora del Campo es la advocación raizal que ocupó el primer lugar
en la conversión de un tiempo de colonización y evangelización. Dinámica de las
culturas bogotanas.
Su historia, tallada en roca, abrió el siglo XVII a un punto de tránsito
entre la puerta norte de la ciudad, recoleta de San Diego, y la enorme Sabana
repleta de labrantíos. La efigie de María Inmaculada a medio terminar por su
escultor, Juan de Cabrera, fue desechada. La columna sirvió de puente sobre la
quebrada La Burburata. Los botines de los nobles hacendados, el pie enjuto del
indígena sometido y el alpargate del campesino mestizo pasaron sobre aquella rara
pieza mariana.
Mientras el conjunto social andaba en su bullicio abigarrado de emociones,
costumbres castellanas y rezos profanos el misterio divino tejía sus milagros.
Cascos, pasos y pisadas se volvían ecos de singular y anónima súplica.
María Santísima se había constituido en el viaducto entre dos cosmogonías de
circunstancias opuestas. La civilización ibérica y la cultura muisca convergían
en la liturgia pura oficiada en la naciente catedral. Choque de holocausto
contra los marcados residuos paganos, herencia vigente en las trochas ancestrales
de sus mayores.
Debajo de aquella senda, improvisada estructura de columna labrada, las
aguas anegadas en su soberbia reclamaban almas para la perdición. Las turbulencias
de los pecadores fueron doblegadas por la intercesión humilde de la esclava
postrada en el abandono. La imagen llamó la atención del cielo, los campos y el
convento franciscano. Luces celestes iluminaron el derrotero de la naciente
Santafé de Bogotá hacia una fe irrigada por la sangre del Corazón de Jesús.
Bendita sea la tierra de nuestra señora del campo.
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