Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana
“Os alabo porque en todo os acordáis de mí y guardáis las
tradiciones con firmeza, tal como yo os las entregué”. (1Co 11,2).
Los hijos de Tisquesusa aprendieron la avemaría a los pies de una estatua
de la Virgen María. Los mayores les enseñaron a venerarla con ceremonias de
gala escoltadas por alabarderos y documentos sellados con bula.
El Cabildo de Santafé, los oidores de la Real Audiencia, los arzobispos,
los virreyes y la nobleza del pueblo anónimo le dieron un título que abarcó sus
linajes y la magnitud del acervo clásico de la solera. Así, los bogotanos
fueron arropados desde la cuna con el manto de la humildad mariana. Tarea
materna que sustentó la historia y el testimonio por antonomasia de una ciudad
fundada bajo el amparo de la Inmaculada Concepción, su Hijo y su cruz.
La consecuencia de la devoción a la Madre Dios encontró el sustento en el
arte y la fe. La Virgen de la Recoleta de San Diego mostró su predilecta
intercesión por los mayores en virtud, doctos sacerdotes, santos obispos y la
administración virreinal, hija de la conquista y su evangelización.
Los favores celestiales se derramaron sobre una nación en fase de gestación.
La cultura del agro en las ricas dehesas sabaneras y el emblemático nogal, como
principio de una sociedad andina, dieron paso a un diálogo íntimo del alma aldeana
con su Señora del Campo.
Las necesidades, salud y alimento, encontraron respuesta en el prodigio que
atendía una súplica. La mediación omnipotente de la Reina del Rosario obtenía la
merced, un don que los habitantes del siglo XVII pudieron construir y comprender,
el milagro de la roca.
SALVE MARÍA!
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