jueves, 24 de mayo de 2012

Llena de gracia

(Comentario a unas palabras de san Alberto Magno)

            El beato Alberto Magno en un sermón admirable de profundidad y de devoción nos dice que a María la llamamos llena de gracia por cuatro señaladas razones. Y explica el egregio maestro, de la propia suerte que para colmar un vaso de un licor precioso requiérese que esté limpio para que el licor no se menoscabe y deprecie; vacío para poder colmarlo; sano y sin ruptura para que no se escape el contenido; y, finalmente, quieto porque la movilidad y vaivén haría verterlo: así el alma de Nuestra Señora. Vas insigne devotionis, vaso insigne de devoción fue mundissimum, vacuisimum, solidissimum et quietissimum. Limpio y puro; vacío de todo terreno afecto; pacífico con la paz de las almas aposentadas en Dios; solidísimo y firmísimo en las virtudes y por el mismo caso susceptible y apto para ser colmado del licor precioso e incomparable de la gracia.

            Porque, viniendo a la primera condición ¿quién no ha de ver cuán perfecta haya sido la limpieza del alma de María, pues en favor suyo hizo Dios excepción milagrosa de la ley universal del pecado?

            Aquella primera caída a la sombra misma de los árboles del Edén vició en su raíz el linaje de los mortales; la noble integridad de naturaleza que como herencia inestimable debía transmitirse de la primera pareja humana a sus descendientes; aquel señorear la razón al sentido, el espíritu a la carne, la parte superior, intelectual y libre a la inferior y terrena; aquella ciencia y clara visión de las cosas, trocose por obra de un apetito desordenado de soberbia y para mala ventura dé cuantos tuvieren este suelo por patria, en rebelión total de las pasiones y concupiscencias, en ignorancia, en debilidad, en pecado; y ahí tenemos cómo la raza, igual que arroyo lúcido en su origen, cambiose de pronto, en río de turbulentas aguas y cenagosa corriente en cuyas ondas corren confundidos todos los hombres. Mas mirad cómo en llegando a María las aguas se detienen y avanza Ella incontaminada. No de otra suerte al cruzar el arca santa el Jordán, las aguas se partieron en dos por reverencia al depósito sagrado, a la ley que en ella iba encerrada, al gomor de maná incorruptible que reposaba en su seno. Imagen y figura de María, arca preciosa de la alianza nueva, en cuyas entrañas se encerró no la ley sino el dador de la ley, no el maná llovido del cielo, sino aquel que dijo de sí mismo: “Yo soy el pan de vida” y como tal nos entregó su carne de una carne virgen formada.

            Y si Nuestra Señora en el mismo comienzo de su carrera tan inmaculada se nos ofrece, la vida que para todos nosotros es un continuo delinquir, es camino donde la veste se desgarra, el pie se hiere y enloda, la frente se mustia y marca con la huella de la fatiga; para Ella fue sendero, sí sembrado de abrojos porque en cuanto a Madre del Redentor debió padecer sin medida, pero por donde cruzó sin mancharse antes acreciendo sus méritos, aquilatando su pureza, limpiando y hermoseando su alma como se limpia y hermosea el diamante al golpe sabio del artífice.

            En María no tuvo jamás parte el pecado: No en su concepción, pues fue sin mancha; no en su vida porque según enseñan los doctores no admitió nunca, no digamos culpa grave que sería una afrenta hablar así en su presencia, pero ni la más ligera imperfección y esto no porque Dios la privase de la libertad, sino precisamente porque era tan perfecta, estaba tan por encima de todas las miserias nuestras, que no llegaban hasta Ella. Se cernía esta paloma cándida tan alto solo sobre el pantano de la culpa que ni sus emanaciones empañaduras tocaban el ampo de sus alas.

            Fue también llena de gracia por cuanto fue, en el sentir del citado Alberto Magno vacuissima, significa vacía de todo terreno y desordenado afecto. Ajena por entero a las codicias del mundo. Fuit etiam vacuissima ab omni desiderio terrenorum.

            Mirad ¡cómo no hay cosa que más aleje a los hombres del cuidado de lo celestial como el desordenado afán de lo presente! Quién es el que atiende al consejo de san Pablo: Volo autem vos sine solicitudinem esse”.

            Yo deseo que viváis sin cuidados ni inquietudes. Atiende, hermano, cómo es el tiempo breve y así lo que importa es que los que tienen esposa vivan como si no la tuviesen, y los que lloran vivan como si no llorasen y los que huelgan como si no se holgasen, y los que hacen compras como si nada poseyesen y los que gozan de este mundo como si no gozasen de él”. Tal es la acertada máxima con que el Santo Apóstol desea que gobernemos la vida; mas la experiencia nos muestra a casi todos los hombres codiciosos de lo presente, descuidados de lo porvenir. Vémoslos entregados, cual más, cual menos, a los intereses del tiempo; quien acude al dinero, es otro a la honra, el de más allá sus placeres. Y si nos fuese dable penetrar en el secreto de los corazones, veríamos cómo todas las gentes se mueven a obrar como los muñecos de la farsa guiñolesca por los hilillos de sus apetitos y pasiones.

            “Muévenlos como dijo el dramaturgo, corderillas groseros que son los intereses, los engaños y todas las miserias de su condición; tiran unos de sus pies y los llevan a tristes andanzas; tiran otros de sus manos, que trabajan con pena, luchan con rabia, hurtan con astucia, matan con violencia”. En los aposentos interiores, que al cabo somos de carne y apetecemos lo tangible, hacen su habitación y morada los apetitos de la tierra materiales y transitorios: ocúpanlos el amor de este siglo, acicalado ya con vestidura de nombre y fama, de bienandanza y prosperidad, de gusto y regalo. Por donde, como veis, la gracia halla colmado el corazón y no puede ejercer en nosotros señorío. El hilo de luz que viene de arriba no alcanza a orientar nuestra actividad hacia la altura.

            No así ciertamente María. Su espíritu, ajeno al deseo de lo transitorio se abrió por entero al anhelo de lo espiritual y celestial. ¡Cómo podría parar la consideración en la vanidad quien como Ella miraba de rostro presente al Dios Hombre! ¡Cómo apetecer las riquezas, pues tenía entre sus manos, adormecido en el halda, al tibio calor maternal, al Señor de todas las cosas! ¡Qué honra podía codiciar mayor que la de llamarse y ser de hecho la madre verdadera de Dios, la Señora de todas las cosas, la dueña real de los cielos! ¡Qué placeres podían cautivarla con su dulzura, pues habían besado sus labios el rostro del que constituye el gozo esencial de los ángeles!
            Vacía, pues, a los deseos de las cosas de abajo, la gracia colmó hasta los bordes la copa de oro de su corazón virginal.

            Es lo tercero el ser solidísima e integérrima sin ruptura e íntegra en el cultivo de las virtudes. Y ahí tenéis otro flanco por donde el demonio nos hurta el fruto de la gracia: nos falta el cultivo de las virtudes. Acaso somos mansos y pacíficos y a este título nos domina la pereza; pensamos ser justos y nos volvemos sobrado rigurosos; aquel ama el desinterés y se convierte en manirroto; cual la economía y da de rostro en la avaricia. Cómo es de dificultoso hallar que quien cultiva de plano todas las virtudes se muestre perfecto. ¡Qué mucha labor es acudir a todos los bastiones y baluartes con el fin de que en cada uno de ellos esté el centinela sobre las armas! Tal es nuestra condición: somos impotentes para llevar de plano el ejercicio de las virtudes todas. Si queréis hallar un dechado buscadlo en María. Su fe la levanta sobre los confesores y apóstoles; su esperanza la constituye causa de nuestra esperanza; su caridad! ¡Ella es la Madre del Amor Hermoso! Humilde, llamose esclava, cuando Gabriel la saludaba bendita entre las de su sexo; su pureza aventaja al candor de los lirios y a la blancura de los neveros; su fortaleza la hace invicta en el dolor y suprema en el martirio. No busquéis fuera de María perfección mayor, sino es en Cristo que siendo como era Dios ponía en sus actos la alteza de la divinidad. Mas hace consideración, cuál sería la sobrehumana perfección de la Madre cuando fue digna de tal Hijo. Que así como antes que Dios crease a Adán, dice hermosamente el padre Granada, le aparejó la casa en que había de morar, que fue el paraíso; así antes que saliese a este mundo el segundo Adán, su Hijo humanado, le aparejó otro paraíso espiritual que fue el cuerpo y el alma de esta sacratísima Señora. Y como de aquel dice la Escritura que estaba plantado de diversas plantas y flores de grande belleza; así este segundo fue plantado de diversas virtudes y dones celestiales que podían causar deleite al mismo Dios.

            Juntad la perfección de todos los santos, pedid a todos los bienaventurados la piedra preciosa con que se adornan sus frentes, quiero decir, la virtud en que más prestantes se mostraron; haced pasar ante el trono de Nuestra Señora, desde el príncipe de los apóstoles hasta el mayor de los contemplativos, desde el mártir más atormentado hasta el doctor más diserto y elocuente, ¿no es cierto que todas esas virtudes palidecen, que todas esas piedras preciosas pierden su brillo si las comparamos con las riquezas y las virtudes de María?

            No es posible, cristianos, decir, pongo por caso, que Nuestra Señora, fue más austera que el de Alcántara, más apostólica que Javier, más caritativa que Antonio, como no es posible establecer comparación entre los balbuceos de un niño y la docta palabra de Tomás de Aquino, entre el aleteo de un insecto y el sonoro remar del águila señora de los vientos, porque son cosa de diversa especie; porque así como Nuestra Señora ocupa un lugar aparte de toda la creación, colocada fuera de las cumbres humanas, tocando con los linderos de lo divino; mujer, pero madre de Dios, criatura pero portadora del increado; así sus virtudes no pueden medirse ni justipreciarse con la medida de las virtudes de los hombres. Digamos simplemente que es Ella como la llaman los griegos la Panagia, la toda santa.

            Finalmente María fue plena gratiae llena de gracia, por cuanto fue quietissima. Esta quietud y paz del ánimo se ha de entender del sosiego total de toda pasión. Porque siendo como era Nuestra Señora criatura de carne, tenía como tenemos nosotros, esos movimientos del apetito sensitivo, de suyo indiferentes, que denominamos pasiones. Pero de tal su suerte estaban regidos y gobernados, que lejos de ser un estorbo para el logro de todo lo bueno eran un acicate más en este camino. De ¿dónde nace en nosotros el perder muchas veces la paz y andar en guerra, ya con Dios con quien rompemos cuando pecamos, ya con nuestro prójimo a quien agraviamos o cuyos intereses menoscabamos, ya con nosotros mismos cuando andamos en rebelión interior, sino de tener mal sujetos los apetitos del sentido? Gobierne la razón a la pasión, y la mente el movimiento del concupiscible e irascible, y habrá en vosotros paz y con ella florecimiento de bienes.

            Gran don este de la paz que mereció ser cantado por los ángeles como primero y señalado regalo traído por Jesús a los hombres de buena voluntad; gran don este de la paz que cuando Cristo se marchaba de la tierra fue por Él dejado a los Apóstoles en muestra de entrañable piedad. Mi paz os dejo, mi paz os doy. Más no como la suele dar el mundo que cuando siembra la muerte y hace cosecha de destrucción, dice mostrando el silencio que se cierne sobre las tumbas: He ahí la paz. No así la paz de Cristo que es tranquilidad en el orden, reposo de la buena conciencia, fruto sazonado de justicia. Fijaos cómo en tanto mueve la guerra su estruendo, los campos se mustian y apretujados por el pasar y repasar del tropel siniestro, ni siquiera brotan de su seno una desmedrada y triste florecilla; fijaos cómo en los ríos de impetuosas y turbadas aguas no hacen su morada los peces; mirad cómo en las cumbres donde los vientos soplan de continuo no arraiga el árbol de copada frente sino el mezquino yerbajo; porque la paz requiérese como condición preciosa para que la vida se esparza y muestre la lozanía de sus formas; pues de la propia manera en los corazones donde no ha descendido como aliento vivificador la paz de Dios no crecen las virtudes, ni la gracia simiente de eterna vida dará frutos.

            Y a quién había de dar Jesús su paz sobre todos sino a su Madre. Y por ventura aquel escoger sus entrañas por morada, no fue decirla: ¡Sea contigo la paz! ¡Y aquél vivir en Ella no fue cimentarla por siempre jamás en inalterable quietud y mansedumbre y sosiego! Si, como dice la Escritura, Jesús es el príncipe de la paz, María es el solio augusto donde se asienta; si las conquistas de Jesús son pacífico reinado de santidad y de justicia, María es el portaestandarte que anuncia la llegada y el triunfo del divino Conquistador de las almas.

            De todos los cuatro capítulos dichos se deduce que María en cuanto limpia de toda culpa, ajena a todo desordenado deseo, firme en la práctica de todas las virtudes y quieta en la paz y justicia, estuvo colmada de los dones y frutos del Espíritu Santo.

            Atienda el cristiano sobre sí y mire y compare su alma con la gracia de su Señora; véase a sí mismo manchado con mil cuentos de culpas, víctima voluntaria de la muchedumbre de sus pecados, lleno de torcidos deseos: terrenales, concupiscencias y vanísimos apetitos; mira cuan pobre es en virtudes y cuan turbado está por la guerra interior de sus pasiones mal regidas: vuelva entonces los ojos a María y en Ella encontrará la gracia y la plenitud de todo bien.

            Acójase en la lucha al calor de su manto de Reina; pídale que lo purifique y embellezca como suelen purificar y embellecer con su contacto las enjoyadas manos de una reina al cuitado pecho de un cautivo; dígale que quite de su corazón los deseos mundanales y turbadores de las cosas de aquí abajo, y ponga en cambio el anhelo de las cosas de arriba.

Danos, Señora, las virtudes; apiádate de estos campos yermos que somos nosotros; siembra virtudes porque con mayor esplendor aparejemos la senda triunfal de tu gloria. Danos la paz, ¡Oh! Madre, paz descendida del cielo, sosiego de apetitos, serenidad en el turbulento mar del mundo, prenda segura de justicia. Guíanos entre las sombras del destierro con la lumbre clara de tus ojos; muéstranos tu hermosura y con ella cautívanos hasta la eternidad.

Álvaro Sánchez, pbro.
Bogotá.

            “Dejar subir infinitamente alto, sabiéndose infinitamente bajo, he ahí lo que puede darnos a Jesucristo.

            La miseria concertándose con la grandeza, y la grandeza con la miseria.

            La grandeza del hombre es grande porque él sabe que es miserable.

            ¡Qué extraño es el cristianismo! Ordena al hombre que se reconozca como vil y hasta abominable, y le manda que desee ser semejante a Dios”.
Ernesto Psichari

Tomado de Regina Mundi, revista de estudios marianos.

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