jueves, 25 de julio de 2013

El mayor aglutinante del espíritu nacional




Con esta pagina sencillamente clásica, profundamente inspirada, el escritor Eduardo Caballero Calderón en sus Cartas colombianas (Sexta carta), rinde el tributo de su admiración a la Virgen de Chiquinquirá. Nos hemos permitido hacer algunas variaciones de ligera importancia como anteponer los epígrafes que aparecen aquí para dar más relieve al pensamiento de uno de los colombianos contemporáneos que mejor se desenvuelven en el hidalgo idioma de Castilla.



Fervor colombiano en Chiquinquirá

Nada me ha conmovido más que la visión reiterada del fervor colombiano que se arremolina en los diciembres en la Basílica menor de Chiquinquirá. He visto partir de Tipacoque, con los brazos en cruz, a viejos campesinos a quienes los arrastra y los saca de sí una gran fe…

Recuerdo el caso de Jesús Monsalve, el sacristán de Tipacoque, que murió de viejo en el año pasado después de haber ido cuarenta y nueve veces, cuarenta y nueve años seguidos, a cumplir una promesa a Chiquinquirá. Una promesa por su buena muerte, que es lo más extraordinario de todo.

En vísperas de romería he visto reunirse en la plazuela de Tipacoque frente a las puertas de la capilla, hasta quinientos hombres, ardiendo de impaciencia porque no acaban de llegar los camiones que habrían de llevarlos por esos anchos y polvorientos caminos boyacenses, al santuario de Chiquinquirá.

Como Compostela en España

El cuadro milagroso de la Virgen, como en Santiago de Compostela la tumba del Apóstol para los españoles, ha sido para  nosotros el mayor aglutinante del espíritu nacional. A lo largo del camino de Compostela, en la alta Edad Media, se fue coagulando en catedrales, abadías, conventos, ciudades y palacios, la cultura europea. Y a lo largo de los caminos de Colombia, cargados en hombros de los peregrinos, se ha ido formando nuestra música popular y nuestra naciente poesía, con ese sentimiento de que, dentro del ancho mundo, un lazo común hermana a quienes, por nacidos en Colombia, somos peregrinos que vamos desde todos los rincones del país hacia el santuario de Chiquinquirá.

A él confluyen todos nuestros caminos: Los que vienen caracoleando desde las ásperas montañas de Santander; los que trepan, fatigados y sudorosos, desde el Magdalena, trayendo en su lomo a los peregrinos de la Costa Atlántica.

En Chiquinquirá desembocan los caminos del Valle y del Cauca, y los del Tolima y el Huila, que se ensanchan en sonoros remansos a la orilla de los ventorros boyacenses, donde el bambuco, y el guatecano, y el torbellino, comienzan a cantar en los tiples aldeanos

Todo el mundo conoce a Chiquinquirá

Hay muchas ciudades de Europa donde no se tiene noticia de Bogotá. Ni conocen los telares de Medellín, y se ignora quién es el presidente de la República; pero todo el mundo ha oído mentar alguna vez a Chiquinquirá.

Tiene este nombre cuando se le escucha de improviso en aquellas latitudes, la sonora alegría de un repique de panderetas. Y es que en Chiquinquirá, como en la caja de un tiple boyacense, vibran las cuerdas graves y delgadas de todos los caminos de Colombia…

A ella no llegan, cansados y sudorosos, temerosos de perder las indulgencias plenarias, ni liberales ni conservadores, sino colombianos. En las trastiendas de la plaza, cambian ritmos, impresiones e ideas, los llaneros que vienen de Arauca al frente de su despeada tropa de bueyes; y los calentanos del Tolima y el Huila, con sus ruanas de algodón blanco; y los friolentos paramunos de Cundinamarca y Boyacá, todavía arrebujados en las monteras y los bayetones; y los costeños que llegan en camisa, tiritando; y los caucanos, y los nariñenses que traen noticias de tierras buenas y feraces que quedan más allá de la hoya del Patía.

Un valle rico y ameno

En Chiquinquirá se fragua, se templa y se modela la patria. La naturaleza le dio a esa ciudad boyacense, no sólo una Virgen milagrosa para que la sostenga en su regazo, sino un valle rico y ameno, que tiene el espejo de la laguna de Fúquene para mirar las lentas nubes que pasan por el cielo, y un río que se desliza, con temor de alejarse, por entre los potreros de ceba.

En pocas partes de Colombia la tierra es tan jugosa, tan “agradecida”, como dicen los campesinos que le acarician las entrañas con el arado de chuzo. Hacia el norte del lado de Saboyá, se ampolla el valle en colinas grasas, cubiertas de robledales. Hacia el occidente se encuentra la región fabulosa e inexplorada del territorio Vásquez. Hacia el sur, entre las montañas, riega su cola de pavo real la laguna de Fúquene. Desde la ventanilla del autoferro va viendo usted, de trecho en trecho, haciendas donde se crían las mejores yeguas de Colombia. Alternan las dehesas con los sembrados. En tiempos de romería y de ferias, las dos plazas de Chiquinquirá son una gloria de los chalanes. Las bestias de Simijaca, enjaezadas con pesadas sillas chocontanas, se esponjan a la vista del público, y tascando el freno y enarcando el pescuezo zarpan como goletas entre el mar de la muchedumbre.

Los relinchos de los padrotes, las locas carreras de los potrancos. El rasgueo de los tiples en las esquinas el sol bueno y tibio que burila las ancas de las yeguas, son la gloria de los chiquinquireños.

Son ellos gente áspera y belicosa, pero los salva ese amor profundo, irrevocable por su tierra…

Tomado de la Revista El Santísimo Rosario, julio de 1959. Padres Dominicos.


No hay comentarios:

Publicar un comentario