Por Julio Ricardo Castaño Rueda
Sociedad Mariológica Colombiana
“…de ti me nacerá el que debe
gobernar a Israel…” (Mi 5,1)
El nacimiento de María Santísima fue un adelantado secreto del amor de Dios
por la humanidad agobiada.
La Divinidad, con su poder omnipotente de creador superior, diseñó una
criatura de alma humilde para prepararle un hogar mariano al Salvador. La mujer
antítesis de Eva, engalanada con las virtudes propias de la obediencia, entró
en la historia del pueblo elegido bajo el riguroso impuesto del sigilo sagrado.
La niña, hija de san Joaquín y santa Ana, nació con una cualidad excepcional.
Su ser, todo pulcro, no conoció la macula del pecado original. La criatura, prederrimida por la gracia
dolorosa de su futuro hijo, planteó, desde ese instante santo, un dilema para
los teólogos de las épocas porvenir.
La variable de su tiempo, en la gramática verbal y en la encarnación del
logos, gestó un futuro imposible de conjugar con los conocimientos y
disciplinas de los sabios y sus sucesores.
El corazón del Altísimo latía en Ella, con Ella, por ella y para Ella.
La infanta María fue concebida inmaculada y por tanto su seno virginal se
transformó en un sagrario atemporal de la voluntad divina.
La vida de la Virgen evolucionó en un diálogo íntimo y exclusivo entre la Trinidad
Santa y su elegida. La conversación del Dios, Trino y Uno, con su hija
consentida maduró con riquezas insondables en una continua propedéutica porque
se acercaba la visita del angel de la Anunciación. Los años de la pubertad,
encerrada en la gracia, alumbraron una aurora distinta. Ella daría a luz al Sol
de Justicia, Jesucristo. Con María afloró la virtud de la esperanza.
Gracias niña María por tu presencia inmaculada. (*preredimida*)
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